Ethical Life in I Zombie.
José Saturnino Martínez García
Departamento de Sociología y Antropología de la Universidad de La Laguna
Recibido: 28/01/2021 / Aceptado: 28/02/2021
Resumen.
I Zombie es una serie de televisión inspirada en un cómic, en la cual se narran las relaciones de cooperación y conflicto entre zombis y humanos. Dicha convivencia es posible debido a que los zombis se parecen a los humanos cuando están bien alimentados. Esta convivencia representa, de forma figurada, algunos de los conflictos más importantes de nuestro tiempo, como el reconocimiento del otro, los límites de la moralidad kantiana, a favor de la eticidad [sittlichkeit] hegeliana. Además, ilustra problemas más concretos, como la gestión de los flujos de población o la convivencia entre nacionalismos distintos dentro del mismo Estado. Se nos enseña también que la libertad no es una cuestión de pura voluntad moral individual, sino que además necesita de instituciones para desarrollarse, sin que suponga grandes tensiones psíquicas entre egoísmo y altruismo.
Palabras clave.
Zombi, Ideología, Eticidad, Žižek, Rancière, Distopía.
Abstract.
I Zombie is a television series inspired by a comic book, which depicts the relationship of cooperation and conflict between zombies and humans. This coexistence is made possible by the fact that zombies resemble humans when they are well fed. This coexistence figuratively represents some of the most important conflicts of our time, such as the recognition of the other, the limits of Kantian morality in favour of Hegelian ethical life [sittlichkeit]. It also illustrates more concrete problems, such as the management of population flows or the coexistence of different nationalisms within the same state. We are also taught that freedom is not a matter of purely individual moral will, but that it also needs institutions to develop, without involving great psychic tensions between egoism and altruism.
Keywords.
Zombie, Ideology, Ethical life, Žižek, Rancière, Dystopia.
Sugerencia de cita / Suggested citation: Martínez García, José Saturnino (2021). La eticidad en I Zombie. Distopía y Sociedad: Revista de Estudios Culturales, 1, 96-104.
Andrea: «¡Desgraciada es la tierra que no tiene héroes!»
Galilei: «No. Desgraciada es la tierra que necesita héroes»
Galileo,de Bertolt Bretch (1955/1956, pp. 59-60)
El género Z goza de gran popularidad, en el cine, las series, los videojuegos, los cómics… y mueve gran cantidad de dinero. No goza de mucho prestigio cultural, pero si su éxito comercial es tan grande, posiblemente se deba a que sus tramas son capaces de conectar con el mundo en el que vivimos; por tanto, cabe realizar un análisis más profundo, para ilustrar las tensiones sociales contemporáneas tras las tramas de estas narrativas. Cabe suponer que expresan de forma metafórica los grandes problemas sociales de nuestra época, lo cual nos permite conectar con los aficionados al género, posiblemente jóvenes y adolescentes en su mayoría. Por tanto, cada vez es más necesario analizar el trasfondo ideológico del género, tarea que ya ha comenzado (Marti, 2008; Drezner, 2014; Martínez García, 2016; Urraco, García-García y Baelo, 2017; Domingo, 2018).
En este caso nos centramos en I Zombie, un cómic (Roberson, Allred y Allred, 2019) y una serie disponible en la plataforma Netflix (Thomas y Ruggeiro, 2015-2019),dirigida a público juvenil y adolescente. Las diferencias entre cómic y serie son tan grandes que no cabe en este espacio el análisis de ambas, y nos centraremos en la serie, pues suelen llegar a más público que el cómic. Interesa destacar cómo en ella se plantea el problema de la eticidad. La eticidad es un concepto de profunda raigambre hegeliana empleado para definir cómo las instituciones encarnan supuestos morales sobre los individuos, como su socialización y sobre cómo deben comportarse (Habermas, 1986/1991; Hegel, 1837/1994; Honneth, 2011/2014; Rühle, 2007/2010), pues es imposible pensar leyes y otras instituciones sin dar por supuesto ciertas cualidades de la naturaleza humana, la socialización y la necesidad de un orden social bien integrado. En este punto I Zombie puede entenderse como una metáfora de la organización política del demos cuando es demasiado heterogéneo, hasta el punto de estar formado por vivos y no muertos caníbales. En principio parece que tal convivencia no es posible, pues pasa por exterminar a los zombis o, más raramente, que los zombis esclavicen a los vivos, como sucede en Zombi Wars (Prior, 2007), o sean capaces de organizarse, como una especie de colonias complejas de insectos, donde los inteligentes son capaces de controlar al resto de zombis y a los humanos (Santos y Hernández, 2012). En este punto podemos decir que la relación humana con los zombis se plantea en clave de opresión debida al no reconocimiento de la identidad, pues los humanos vivirían mejor bajo el exterminio zombi, mientras que la relación de los zombis con los humanos es de explotación, pues es una relación de interdependencia desigual (vivir para un zombi es morir para un humano, casi como la relación entre capitalista y obrero decimonónico). Como dice el adagio racista, el único indio bueno es el indio muerto, pero no existe un equivalente capitalista de que el único obrero bueno es el obrero muerto. La opresión busca la supresión física del oprimido, mientras que la explotación lo necesita vivo, pero en una relación desigual, para poder explotarlo.
La protagonista puede llevar una vida funcional, como el resto de zombis de esta ficción, en tanto que se alimente de cerebros humanos una vez al mes, cosa que hace con innovadoras recetas de cocina, lejos del vulgar procedimiento de abrirles la sesera con sus manos y a mordiscos, como nos tiene acostumbrado el género Z. Su físico se ha transformado al pasar a zombi, más pálida, pelo totalmente blanco…. Pero en general, mientras no se enfurezca y aparezca su rabia zombi, es difícil distinguirla de una joven llevada por alguna moda, quizá una variante de gótica. Su capacidad de raciocinio, empatía humana y autocontrol moral, previas a su conversión, no se ven afectadas por su situación zombi, siempre y cuando se alimente y no se enfade o se vea en situación de peligro. En caso de que no consiga jugosos cerebros, se va transformando en el zombi sucio, feo y tonto al que estamos acostumbrados en el género desde la película seminal La noche de los muertos vivientes (Romero, 1968), hasta que la transformación se hace irreversible.
La gracia está en que como en la serie trabaja haciendo autopsias para la policía, tiene la ventaja de disponer de un flujo constante de cerebros para condimentar al gusto. Además, cuando come un cerebro queda influida durante algunos días por la personalidad del “titular” del cerebro, tanto en personalidad, como en habilidades y recuerdos. Personalidad y habilidades dan espacio para el humor, mostrando la actriz una gran versatilidad en su capacidad, mientras que los recuerdos se integran en la parte policiaca y humorística, como si fuese una especie de médium, ayudando a resolver los casos policiales.
Pero no es la única zombi. Es una privilegiada, no todo el mundo Z puede conseguir cerebros gratis en su trabajo. El resto de zombis vive su alimentación en la clandestinidad, robando cerebros, matando humanos… y generando un mercado de cerebros, pues la clase media/alta puede comprar sesos humanos sin hacer muchas preguntas de dónde salen. Igual que cuando vamos a Primark, y no nos preguntamos de dónde sale ropa tan barata. Un reality show, Sweat Shop (véase Souto, 2014), en Noruega, llevó a las concursantes a vivir en las condiciones en las que están las trabajadoras de las fábricas textiles. Quedaron traumatizadas. En un mundo con una creciente preocupación animalista, las condiciones del proletariado que escapa a los muros de contención del primer mundo nos traen sin cuidado. En este punto está bien rememorar la imagen visual de las hordas de zombis asaltando la muralla de Jerusalén en la película Guerra Mundial Z (sin más relación con la novela que el título) (Forster, 2013), como metáfora de ese proletariado extranjero que lucha por entrar donde hay comida (ya sean cerebros humanos o hamburguesas de McDonald’s). Dejamos para otra ocasión indagar en la metáfora de los zombis como la población “excedente” del sistema capitalista, siguiendo la idea de Domingo (2018).
La protagonista se porta bien con los humanos porque tiene unas condiciones materiales de existencia que le permiten ser “buena”… si no, también terminaría por asesinar o pagar a sicarios, pues sería la única forma de conseguir alimento. En la naturaleza del zombi hay una necesidad que puede ser buena o mala, depende de cómo se pueda expresar según las convenciones sociales. Comer cerebros de cadáveres que llegan a la morgue, con los que no se tiene ninguna responsabilidad en su muerte, es una opción moral mejor que matar a un vivo para descerebrarle. La gente muere, es una desgracia, pero no estoy implicado en su muerte, y es posible diseñar instituciones en las que se donen esos cerebros para que los zombis puedan llevar una vida digna, sin asesinar ni participar en un mercado negro “cerebral”. Algo parecido a lo que vimos en la serie True Blood (Ball, 2008-2014), donde los vampiros “salen del armario”, gracias a la existencia de sangre sintética, por lo que ya no necesitan matar humanos (aunque la sintética no es tan buena como la natural…).
Toda una metáfora de la eticidad. La bondad no es solo una cuestión subjetiva, no es simplemente la voluntad de hacer el bien. La literatura o el cine suelen ponernos a los protagonistas en situaciones límites, en las que decidir hacer lo correcto, el bien, depende de su voluntad, generando una tensión narrativa en la cual la elección correcta genera perjuicios al protagonista, y la incorrecta, beneficios al interesado. En definitiva, la mayor parte de la ficción de Hollywood muestra a los protagonistas desgarrados entre optar por el egoísmo o el altruismo, es decir, por la buena conciencia y el empeoramiento de sus condiciones de su vida, o no tener conciencia, y mejorar sus opciones vitales. Un caso sencillo para ilustrar esta tensión lo encontramos en la película La caja (Kelly, 2009), en la que un extraño personaje da la opción de pulsar el botón de un dispositivo; en caso de que la protagonista lo haga ganará un millón de dólares, y morirá una persona desconocida para ella. La acción de pulsar el botón no tendrá ninguna consecuencia, más allá del enriquecimiento. En el cómic 100 balas (Azzarello y Risso, 1999-2009) también se plantea de forma más compleja un dilema de este tipo. Una extraña organización se encarga de recoger información sobre personas que de manera deliberada le han destrozado la vida a cierta persona: las han estafado, violado, matado a seres queridos… La organización deja un maletín con pruebas más allá de toda duda razonable de quién es el responsable de que a día de hoy, su vida sea un desastre. Junto con las pruebas, una pistola, sin número de serie, incapaz de ser rastreada por la policía. La misteriosa organización cuenta con el poder suficiente como para que si la persona decide asesinar al responsable de sus desgracias, no haya consecuencias de ningún tipo. En ambos casos, la vida de otra persona depende de decisiones propias, bien la avaricia, bien la venganza.
En la vida real, también vivimos esta tensión debido a la falta de buenas instituciones. En temas tan distintos como la lucha contra el calentamiento global o contra la “turistificación” (es decir, que debido a la economía de plataformas, de aplicaciones como AirB&B, zonas residenciales se transforman en barrios turísticos), la lucha kantiana por cumplir el bien como pura derivación de la razón individual no es suficiente para impactar positivamente. Si me comporto como el perfecto ecologista, disminuyendo al máximo mi huella ecológica, y eso lo hacemos la mayoría de los 7.000 millones de habitantes del planeta, no será suficiente para compensar el daño que causa un sistema capitalista basado en el aumento sin fin de la producción. El Estado debe intervenir para modificar esos procesos, la lucha kantiana es necesaria, pero no suficiente. Lo mismo sucede con la turistificación. Vale con que unas empresas compren pisos para alquilarlos turísticamente como para que las decisiones individuales de la ciudadanía no paren la turistificación. Lo malo es que en ambos casos, medio ambiente y urbanismo, se insiste mucho en la salida individual mediante el consumo responsable y el reciclaje, o mediante no participar en los procesos de turistificación, sometiendo así las tensiones que necesitan de transformación social para ser resueltas en un falso problema de conciencia individual. El debate liberal/utilitarista simplifica los problemas de cambio social colectivo y consciente en la voluntad de un agregado de individuos que “pueden marcar la diferencia”, como se repite machaconamente en el cine de Hollywood.
Son sentimientos privados sobre los que no se soporta un orden social justo, pues se diluye el sentido de lo común: si la avaricia o la venganza que son una cuestión privada, pasan a ser el leitmotiv de la acción colectiva, el orden social se corroe, el capital social de la confianza necesaria se diluye, ya sea en la versión de Boudieu/Coleman (Bourdieu, 1980/2001; Coleman, 1988) o de Putnam (Fulkerson y Thompson, 2008). El capital social, entendido como una red de confianza, se mantiene gracias a la lógica del don, es decir, se da sin esperar una contraprestación del mismo valor, pues en ese caso sería mercado, pero sabiendo que el pedir un favor crea una obligación (“moito obrigado” que se dice en portugués, en vez “de nada”, como en castellano), y que esa obligación supondrá posiblemente algo relativamente sencillo para aquel a quien se le pide, pero claramente beneficioso para el que lo solicita. Si no, si el favor es un gran esfuerzo para quien lo hace, no solo crece la obligación, sino que incluso se puede dañar el vínculo. Por tanto, el capital social se sostiene en una red de confianza que facilita el altruismo, por escapar a un cálculo racional, consciente, como el mercantil, pero sin por ello llevar a situaciones poco razonables para las partes. O se puede entender como algo más macro, como hace Putnam, en el que el sentimiento de pertenencia a la comunidad facilita los intercambios y la supervisión de las instituciones.
Por eso son necesarias sociedades con instituciones que nos impidan desarrollar libremente un sentido de la avaricia o de venganza, que no tenga en cuenta sus efectos sobre el otro. El mercado o el sistema de justicia, como instituciones bien diseñadas impiden que esto suceda. Nadie puede venderse como esclavo o vender sus órganos, y está muy en cuestión la maternidad subrogada por el mismo motivo. Un contrato abusivo puede quedar nulo de pleno derecho. Y una sociedad en la que la justicia sea simplemente tomada por la mano vengadora de un particular, no se sostiene. De hecho, el código de Hammurabi, uno de los códigos legales más antiguos que se conserva (cerca de 4.000 años de antigüedad), establece la proporcionalidad entre las penas y los delitos (“ley del talión”), la presunción de inocencia y la instancia de un tercero al que haya que aportar pruebas y juzgue. Sociedades con el modo de producción esclavista, como la Roma Antigua, evolucionaron en el sentido de dar más derechos a los esclavos y más facilidades para manumitirlos. Mercado y sistema judicial, bien diseñados, deberían evolucionar para reconocer nuestra humanidad, igualándonos en tanto que personas y reconociendo nuestras pasiones, según el modelo de república cívica (Nussbaum, 2013/2014). Desde esta perspectiva, la ciudadanía no tendría solo una base en la razón, sino también en la asunción de que los seres humanos tienen sentimientos como el amor, la vergüenza y el asco, y que las instituciones deben diseñarse desde pluralidad de dimensiones del ser humano. Adam Smith, reconocido como el fundador del pensamiento liberal, ya destacó que el orden social no solo puede basarse en el interés descarnado, sino que necesita que se tengan en cuenta sentimientos como la empatía (Honneth, 2018/2019).
Las principales narrativas de éxito en la cultura main stream se olvidan por completo de la eticidad (la socialización y las instituciones que nos embridan para ser buenas personas) y lo reducen todo a moralidad (si lo que hace el protagonista está bien o está mal según nuestras convenciones morales presentes). De hecho, si algo caracteriza a esta serie en el universo Z es que hay zombis buenos, pues ser bueno o malo no es cuestión de ser humano o zombi, sino de tener principios, valores, frente a la gran corporación o los protagonistas sin escrúpulos (Raya Bravo y Cobo-Durán, 2017). No tener en cuenta el contexto institucional y material y enfatizar la decisión individual es totalmente tendencioso, pues la tensión de ser bueno o malo recae sobre la psique individual, sin tener en cuenta que hay contextos sociales que nos favorecen o dificultan el obrar bien. Como señalan Cabanas e Illouz (2019) se insiste mucho actualmente en la psicología positiva. Esta escuela de pensamiento se centra en la motivación y en cómo el optimismo puede producir cambios significativos en la vida de las personas, sin más agarre que la propia motivación. Descarga toda la moral y el éxito sobre las características personales, obviando por completo las condiciones sociales y estructurales. Cabanas e Illouz denuncian que los sesgos en los que incurre esta escuela la aproxima más a la pseudo-ciencia que a la ciencia. Además, señalan que se ha transformado en el sentido común de nuestra época, el zeitgeist, es decir, el espíritu (hegeliano) de nuestro tiempo. La purga (DeMonaco, 2013; 2018-2020) es una de las pocas sagas de ficción juvenil/adolescente (en cine y serie) en las que se plantea seriamente la necesidad de un orden social, donde la moralidad no sea solo cuestión de obrar bien, sino también de instituciones que nos faciliten obrar bien, pero dejamos su análisis para otra ocasión. El núcleo más compartido del drama o de las tramas de acción contemporáneas consiste en someter a una tensión a la persona protagonista que debe decidir si es egoísta o altruista. Además, dicho altruismo es con un “otro” que normalmente guarda parecido social con la protagonista (es más habitual que comparta un vínculo afectivo, y además, sean del mismo grupo étnico, capital erótico (belleza u otros activos eróticos), nacionalidad, estatus social… aunque se diferencian en alguna característica para que no parezca una simple autoayuda). La estrategia colectiva o los cambios institucionales que cuestionan el orden liberal/capitalista no aparecen.
El interés moral de I zombie viene de que la protagonista es buena (no asesina humanos) gracias a que está en una institución donde le llega lo que necesita para vivir. Dicho de otra forma, la bondad tiene un elemento subjetivo, podemos obrar bien o mal, pero también tiene un elemento objetivo: hay instituciones que nos permiten obrar bien o mal con más o menos coste personal. La insistencia de la ficción contemporánea en reposar la tensión moral en el individuo nos adormece sobre la responsabilidad colectiva de transformar las instituciones para que no salga tan “caro” obrar bien. Por ejemplo, en varias ficciones de EEUU el protagonista se transforma en un villano por no poder pagar un tratamiento médico (como en Breaking Bad -Gilligan, 2008-2013-), dilema que no tiene sentido en un Estado con una sanidad universal y un buen sistema de pensiones. Para los guionistas de Hollywood es más realista convertir a un apacible y aburrido profesor de secundaria en un temible narco que desarrollar un guion en el que el profesor lidera un movimiento político para lograr la sanidad gratuita y universal y unas pensiones dignas. Antes narco que rojo.
Es fácil acabar con los zombis asesinos si les aseguramos que les donaremos los cerebros de los humanos que vayan falleciendo. Esta solución tiene a su vez complicaciones malthusianas: ¿habrá cerebros suficientes para todos los zombis? La serie da a entender que son una minoría (un foco localizado de unos 10.000 en Seattle), y por tanto, esta es una opción viable. Pero a su vez surge otro problema. Cuando se hace público que existen los zombis, y que después de todo, nos ven como su merienda, ¿estamos dispuestos a convivir con ellos o los exterminamos? En muchas ocasiones las tensiones étnicas se plantean precisamente como forma negada (es decir, no reconocida) de relaciones de lo que en teoría de juegos se llama suma cero (lo que gana una parte lo pierde la otra), por los recursos materiales. En España, por ejemplo, el conflicto entre nacionalismo centralista y nacionalismos periféricos obedece a un juego de suma cero con el reparto presupuestario, por más que la lógica de las identidades excluyentes también tenga un papel importante. Como en el monólogo en que el humorista Berto protagoniza como zombi, hay un momento en que simula un debate con un humano, al que se quiere comer, y al final le dice, “ni para ti, ni para mí, me dejas que te coma medio cerebro y así estamos en paz”. Es decir, uno de los problemas con las minorías se da cuando hay recursos escasos, como el agua o la tierra. En I Zombie, es interesante ver que son dos las lógicas en contradicción: los humanos no quieren ser explotados (comidos) por los zombis, y los zombis no quieren ser oprimidos por los humanos (exterminados).
Nos queda otro conflicto, ¿cómo significar a la nueva minoría? Por un lado son muertos vivientes caníbales, no parece que sean una buena compañía. Por otro, son una nueva identidad, que además en estado de furia son mucho más fuertes y ágiles que los humanos, y no conocen el dolor ni la enfermedad, y bien alimentados, tampoco el deterioro físico. ¿Qué pasa con los humanos que desean transformarse a la nueva minoría? Los enfermos terminales, por ejemplo, ven tan atractivo inmortalizarse en zombis que queda prohibida la conversión deliberada de más humanos en zombis. Es más, si es posible una cura, y hay zombis que quieren recuperar su humanidad… y con ello su mortalidad y su pérdida de capacidad física, y de leer y apropiarse de forma temporal de la vida de los cerebros que comen… ¿Cómo gestionamos las identidades cuando dependen más de la voluntad que de características no elegidas? Es la pregunta sobre la cuestión trans, que damos por buena en la identidad de género, pero no en la étnica o racial, como ha mostrado el caso de Rebecca Tubel (De Lora, 2017).
En este punto la identidad zombi / humano pasa a ser una identidad fluida, pues mediante contagio y cura cada persona o zombi puede optar por cambiar de bando. La convivencia pasa a ser posible si los humanos donan los cerebros de quienes fallecen a los zombis, alimento que puede procesarse de forma que no se apoderen de sus recuerdos. Por tanto, el reconocimiento de la identidad zombi nos lleva a ampliar el demos, pues los muertos vivientes quedan integrados en la polis. Pero ampliar la polis supone modificar las instituciones, como crear organismos que se encargan de gestionar los cerebros de los fallecidos. Y también supone un cambio de la subjetividad de la polis. El tabú en cuanto a que el cadáver debe estar íntegro para pasar el duelo. Además, se resuelve la opresión de los zombis, pero queda en el aire la cuestión malthusiana ligada a la explotación de los humanos (¿habrá cerebro para tanto zombi?).
El zombi en esta trama juega a ser el otro lacaniano, un otro irreductible a uno mismo, pues no podemos empatizar o entenderlo por completo, pero con el que estamos obligados a convivir (Dor, 1980/1984), es más, es un otro amenazante, que puede matarnos con gran facilidad, y por un motivo más legítimo que muchos otros: el hambre. La tolerancia no es suficiente para convivir con los no muertos. Como señala Žižek (2005/2007) la tolerancia supone una relación asimétrica, en la que el tolerante permite cierto nivel de diferencia, controlada, a los miembros de la minoría con respecto a los patrones de la mayoría. Pero eso incluye una superioridad paternalista. En su lugar, es necesario el civismo, aceptar la amenaza del otro, y dotarnos de instituciones que nos permitan gestionar esa amenaza, no desde la condescendencia, sino desde la aceptación de que no podemos reducirlo a nuestras categorías morales, en contra de lo que pretende el multiculturalismo liberal (Kymlicka, 1996/1996). Esta forma de entender la integración del otro supone que el otro quiere lo mismo que nosotros (la libertad negativa de los modernos, de los liberales, de hacer y dejar hacer), pero que por sus diferencias culturales, la mayoría le pone trabas. Reconociendo sus peculiaridades (la defensa del grupo), es decir, con un nuevo folclore, que no atente a los derechos individuales (la defensa intra grupo de los individuos), el problema se resuelve. Pero como señala Žižek, esto es un otro sin otredad, es decir, sin algo que lo haga inaprehensible por nuestras propias categorías. No podemos aceptar sin más que lo que realmente quiere el otro es alimentarse de nuestro cerebro, es decir, explotarnos. Pero sí podemos ser cívicos, buscar formas de contener nuestro miedo y nuestro odio, con instituciones que permitan la convivencia con el otro, sin que eso suponga la tolerancia condescendiente del liberalismo.
No reconocer la identidad zombi nos lleva a un mundo más peligroso, pues la única forma de alimentarse de la mayoría de los zombis es el asesinato u actos ilegales, como robar cerebros. El no reconocimiento (la opresión), por tanto, solo da como alternativa el enfrentamiento. Pero el reconocimiento de una nueva identidad en el demos de la polis supone una transformación de la eticidad, para convivir con un otro amenazante e irreductible a nuestras categorías, un otro irreductiblemente otro, es decir, un auténtico otro, frente al otro descafeinado, sin lactosa, sin calorías, sin alcohol… como critica Žižek (2008).
Esto nos lleva a la mirada sobre la política de Rancière (2009/2011): el momento político vs. el momento policial. El momento policial es la pura gestión de la polis, sin debatir quien es el demos y hacia dónde quiere ir. El momento político es el momento abierto, fundante, en el cual se decide quién es el demos y cuál es el modelo de sociedad que está en juego. I Zombie empieza en el momento policial, con un no reconocimiento del nuevo demos, que es tratado de forma puramente policial: se excluye del demos, en este caso, matando (del todo) a los zombis. Pero sigue luego el momento político: hay una nueva identidad, que además es fluida, y que supone cambiar las instituciones para dar cabida a esa nueva identidad amenazante. En el orden policial, la fractura está entre quienes cumplen y no cumplen la ley. En el orden político, la fractura está entre quienes nos definimos como pueblo y cuáles son las leyes que vamos a darnos. La democracia en su sentido más radical, según Rancière, consiste en asumir la inestabilidad del demos como constitutiva de la polis, poner el conflicto en el corazón de la democracia. Lo contrario es la opresión de quienes no encajan en un demos cerrado.
Es una buena metáfora de cómo se está abordando la cuestión catalana en España. Están quienes no reconocen la identidad fluida de muchos catalanes, que se sienten entre españoles y catalanes, como identidades complementarias. Y están las dos respuestas extremas, más fuerte la del nacionalismo español debido a que controla instituciones más poderosas que el nacionalismo catalán. El no reconocimiento del independentismo como opción política, lleva a que el españolismo solo conciba la salida policial al conflicto. Y el no reconocimiento de las identidades fluidas hace que ambos nacionalismos excluyan del demos a las identidades mixtas.
Los debates políticos que subyacen a I Zombie también son una buena recreación de los debates en torno a los flujos migratorios y a su integración. El problema del miedo a la minoría, la explotación económica de los inmigrantes, a pesar de que en la sociedad de acogida domina la idea de ser explotada (“nos quitan trabajo y ayudas sociales”) la necesidad de reconocimiento de los inmigrantes, las identidades fluidas, y lo que eso supone de redefinición del demos y de las instituciones, el orgullo de ser zombi y reivindicarse como tal… Lo mismo cabría decir de las identidades de género fluidas (Preciado, 2012). Todas estas cuestiones sobre las que debemos reflexionar para gestionar los flujos de población o los cuerpos individuales, están presentes en una serie de apariencia frívola, con sus momentos de humor, intriga, acción, violencia y folletines amorosos (que se alejan de patrones machistas). Podemos ver la serie en diversos niveles de lectura, y en este nivel de lectura más político, que aquí se ha presentado, conectarla con el público adolescente y joven que solo se queda en esa lectura de consumo ocioso.
Como vemos, a través de una serie de contenido adolescente, se representa de forma figurada algunos de los conflictos más importantes de nuestro tiempo, como el reconocimiento del otro, la necesidad de cambiar el marco institucional para integrar a ese otro, y las tensiones previas y posteriores a ese cambio institucional. También se nos enseña que la libertad no es una cuestión de pura voluntad moral individual, sino que también necesita de un diseño institucional objetivo en el que pueda realizarse, sin que suponga grandes tensiones psíquicas entre egoísmo y altruismo (Honneth, 2011/2014). Además, vemos en la serie problemas tan acuciantes como la gestión de los flujos migratorios, el género fluido o la relación entre nacionalismos que conviven en un mismo Estado
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Una primera versión de este texto se presentó en el IV Congreso Internacional El género distópico: lecturas e interpretaciones sociológicas, organizado por la asociación Amigos de Erving y celebrado el 8 y 9 de septiembre de 2018 en La Tabacalera, Madrid.