Architectures of desire.
Diego Orduño Guerra
ITESO / Universidad Pontificia Comillas
diego.orduno@iteso.mx / diegoorduno@alu.comillas.edu
Recibido: 30/08/2024 / Aceptado: 19/09/2024
Resumen Se buscan los fundamentos metafísicos de la utopía a partir de una antropología agustiniana del deseo para, a su vez, mostrar que todo proyecto arquitectónico tiene algo de reflexión metafísica, de utópico. Una disciplina liminar como la arquitectura resulta sorprendentemente fecunda para pensar las estructuras que constituyen las más diversas expresiones del utopismo. Así, se tiende un puente de la metafísica a la utopía, y de ahí a la arquitectura en su dimensión política: la ciudad. Finalmente, se muestran algunos ejemplos de arquitecturas imaginarias del siglo XX, el más profano de todos, para mostrar que una disciplina técnica como la arquitectura también ha sido, en ocasiones, bastión del deseo y la imaginación, a la vez que un centro de reflexión crítica desde donde proyectar una vida que, en la mayoría de los casos, se impone compartida. Palabras clave Utopía, Metafísica, Filosofía política, Arquitectura, Estética, Antropología. |
Abstract The metaphysical foundations of utopias are sought from an Augustinian anthropology of desire to show that every architectural project has, in a way, some metaphysical reflection or utopian nature. A liminal discipline such as architecture is surprisingly fertile for thinking about the structures that constitute the most diverse expressions of utopianism. Thus, a bridge is built from metaphysics to utopias, and from there to architecture in its political dimension: the city. Finally, some examples of imaginary architectures from the 20th century, the most profane of all, to show that a technical discipline such as architecture has also been, at times, a bastion of desire and imagination, as well as a centre of critical reflection from which to project a life that, in most cases, must be shared. Keywords Utopia, Metaphysics, Political Philosophy, Architecture, Esthetics, Anthropology. |
Sugerencia de cita / Suggested citation: Orduño Guerra, Diego (2024). Arquitecturas del deseo. Distopía y Sociedad: Revista de Estudios Culturales, 4, 44-58.
Todas / las / cosas / se parecen / a su / sueño.
Efraín Huerta
1. CIMENTACIÓN: ANTROPOLOGÍA DEL DESEO Y DECLARACION DE INTENCIONES
Quisiera esbozar los fundamentos filosóficos –metafísicos– de la arquitectura y cómo devienen, necesariamente, en política. Siendo una disciplina relacional y proyectiva, toda arquitectura posee cierto carácter utópico como expresión concreta –proyecto– de la vida que se desea. Poner el deseo en el centro de la arquitectura permite ir a la raíz de cada proyecto y discernir entre unos deseos y otros[1] al tiempo que justifica su lugar dentro de lo humano –si no, quizás bastaría la construcción o la ingeniería–. Escribo como arquitecto formado con jesuitas, pero esto no invalida otras vías, sino lo contrario: si la utopía como expresión del deseo es un diálogo con y desde circunstancias particulares, y para un diálogo se requieren dos, eso implica conservar, necesariamente, a la primera persona[2]. En palabras de Sánchez Orantos (2024): las vías de la contingencia y de lo singular están lejos de repugnar al pensamiento y no serán hoy las que nos prohíban, como antaño, detenernos, al menos en principio, en la patria de la contingencia. Una antropología del deseo, pues, abriría la puerta a una arquitectura del deseo.
Ramos (2020) señala algunas controversias dentro de los estudios utópicos que valdría mencionar. Se discute la asociación entre el pensamiento cristiano y la utopía, si esta surge únicamente dentro del pensamiento occidental y, también, si los sueños de un ideal son innatos, atemporales y perennes o, por el contrario, responden a reflexiones imaginativas contextuales. No las trataré, pero aclaro que escribo sobre lo utópico situándolo en el corazón de lo humano, que desde cada circunstancia particular y encarnada se ve visitado por la noticia de su incompletitud y perfectibilidad[3]. Y veremos que esa visita se transforma en inquietud y deseo para desplegar cualquier posibilidad que quepa tener de algo más. Esto es Agustín, y veremos que implica, en la mayoría de los casos, imaginar la vida con otros.
Agustín comienza su camino dialogando con Platón en tanto que “la metafísica es memoria”, pero ha de ser una memoria atravesada de tiempo: memorial. El lugar de la idea de Platón cabría como visitación, noticia o herida que manifiesta ausencia o incompletitud y, sobre todo, inquietud deseante. Más que una idea platónica, se reconoce una ausencia como corazón de todo proyecto, que ha de estar abierto a reformularse continuamente ante la presencia de lo que, o quien, le visita, hiere y rebasa. Ser visitado revela que no lo soy todo, que no lo poseo todo, que hay más y mejor. Agustín situó las tensiones entre Dios y lo humano, o entre lo sagrado y lo contingente, mediadas por la experiencia del deseo que abre camino proyectivo; así pone en valor la experiencia encarnada sin renunciar a la necesaria distancia que requiere la trascendencia de lo mayor que pueda ser deseado: lo sagrado. El tiempo, lejos de invalidar al “accidente”, lo mantiene abierto y en tensión.
La doctrina da una cierta forma al deseo. Pero, a la inversa, también la experiencia del deseo puede refutar la doctrina sobre él. Esta es la razón por la que Agustín abraza primero y abandona después el maniqueísmo. La vida tiene preponderancia sobre la teoría, y es esta segunda la que ha de ajustarse a la primera. La vida es la que plantea las preguntas importantes, no la teoría ni la doctrina (Rosales, 2020, p. 23).
La estructura del deseo es fascinante: no se puede desear lo que ya se tiene porque sería inútil seguirlo deseando, pero tampoco se puede desear lo que se desconoce. Entonces se desea lo que se conoce, pero no se tiene. El deseo se debe al reconocimiento de mi incompletitud, que no se podría intuir sin una noción, al menos vaga, de lo que es completitud; tampoco se puede desear lo que se conoce por completo porque implicaría cierto control y posesión. Entonces habría que dilucidar cómo es ese conocer distinto que no posee ni controla y permite seguir deseando. En definitiva, no puede ser el “conocer” de la ciencia al que alude la palabra “conocer” que se conoce, de manera tan vulgar, ahora. Cuando lo conocido es replicable, el deseo queda anulado: la replicabilidad pide definición, control, inmediatez, posesión; no se puede desear lo que se tiene y controla[4]. La noticia que tenemos de lo deseado también es sensible y estética; esto la hace parcialmente inapresable. Consecuentemente, Agustín no pretende conocer eso que desea en el sentido de definirlo o replicarlo, como bien señala Diego Rosales:
La confesión de Agustín no demuestra la existencia del Dios al que se dirige, por ello no ha de ser considerada como un razonamiento propiamente ontológico sobre el objeto del que habla. Ella es más bien la exhibición de que para la fragilidad de la condición humana no hay posibilidad para el descanso… (Rosales, 2020, p. 39).
Quedan nítidas las tensiones que constituyen al deseo en diversos autores y ámbitos: presencia y ausencia (Agustín, mística), cercanía y lejanía (Benjamin), conocimiento e incertidumbre (epistemología), dominable e indominable (poder), e incluso desvelamiento y ocultamiento (Heidegger). Explicitar el deseo y sus formas de aparecer en el corazón humano permite entender los fundamentos metafísicos de las utopías, y de todo proyecto humano, en las formas particulares como han aparecido en un momento histórico o en otro.
Las utopías son expresiones concretas del deseo, y los lenguajes con que se expresan –tanto en la filosofía como en la arquitectura– se estructuran de forma lógica, geométrica, incluso estructural, pero también de forma poética y simbólica, como corresponde a toda metáfora que no termina de hacerse con lo expresado. Revisar algunas definiciones, tipos y clasificaciones de lo utópico muestra cómo también estas son formas de definir y clasificar las formas del deseo, así como ordenar sus formulaciones desde contextos específicos. Lo haré más adelante. Lo utópico abre la puerta para discernir entre unos deseos y otros, y tiende un puente de la dimensión antropológica y metafísica hacia otra necesariamente ética y política.
Lo deseado se ha expresado de muchas formas, pero hubo un cambio fundamental en la concepción de la utopía a partir del siglo XIX: esta dejó de ser un espejo crítico de la sociedad para convertirse en una prescripción, casi ingenieril, de instrucciones infalibles para construir –¿ejecutar? – aquello deseado. Con las tipologías utópicas en la mano, en el último apartado mostraré algunos ejemplos arquitectónicos de posguerra para situarlos en la tradición histórica de la que abrevan. Señalar sus paradojas arrojará luz sobre el momento histórico –y el orden político– en el que se propusieron, que entró en crisis hace poco tiempo y del cual somos, aún, huérfanos.
2. ESTRUCTURA DEL DESEO
La etimología de arquitectura revela tensiones esbozadas hasta ahora: arjé y tekné, entre el principio ordenador y la técnica, lo indominable y lo dominable, o lo que permanece y lo que cambia (Rizzi, 2005, p. 11). Toda arquitectura, como la utopía, reposa sobre estas estructuras tensionales del deseo. Si la arquitectura pareciera haber olvidado la mitad de su nombre –arjé– para atender exclusivamente la tekné, las utopías no tienen reparos en reconocerse como expresiones arquitectónicas del deseo de más[5], e invitan a recordar el fundamento último de los proyectos que perseguimos cada día, mediante la técnica, desde nuestros hogares.
En 1951 Heidegger señalaba que, antiguamente, tekné no era arte u oficio, sino un dejar aparecer. Heidegger enfatizaba la visitación de lo no controlable, el deseo inapresable, y advertía a los arquitectos de los peligros de que la técnica alcanzara el lugar que, históricamente, correspondía a lo sagrado. Para él, construir tiene dos significados: producir y edificar, pero también cuidar y preservar lo que por sí mismo se da. Arquitectura sería la técnica de dejar aparecer, preservar o cuidar el principio ordenador del todo, lo que nos rebasa y deseamos. Heidegger (1951/2023) habla de cabañas y hogares para situar en tensión a mortales y divinos, o tierra y cielo. Todo proyecto de hogar o utopía abreva del deseo al buscar, cada día, las posibilidades de vincularnos de la mejor manera con la familia, los objetos, la naturaleza, con nosotros mismos, y también con aquello que nos visita, hiere y rebasa. Lo mismo con el barrio, la ciudad, el territorio, y toda arquitecturación en sus diferentes escalas.
Arquitectura y utopía recurren a expresiones tanto poéticas como geométricas o racionales, se muestran y escapan: no se dejan apresar. ¿Cómo decir lo deseado? Para Santo Tomás estaba claro: mediante la analogía, como posible expresión simbólica del exceso. Quizás a Tomás no le molestaría sustituir “analogía” por “metáfora” o, incluso, por “poesía”. De cualquier manera, la metáfora poética es una bella forma de analogía y, de fondo, se trata de mantener las tensiones entre presencia y ausencia, entre lo expresado por el lenguaje y lo que le rebasa. En este sentido vale recordar que Parménides fundó la metafísica mediante un poema que también es un silogismo; su proemio juega un rol fundamental: la noticia de la visitación, metáfora que construye la distancia necesaria para que lo sagrado –la esfera– mantenga su trascendencia. Si redujéramos a Parménides a un silogismo, como se le ha leído e interpretado en muchísimas ocasiones, falsearíamos la riqueza que nos ofrece su pensamiento: por un lado el poema –además, muy sensorial[6]– y por otro la geometría, la esfera, el silogismo.
La tensión entre la expresión poética y la lógico matemática ha estado presente a lo largo de toda la historia de la metafísica; y también de la arquitectura y de la utopía. Lo vemos en autores tan diversos como Pascal (espíritu de geometría y de finura) o Kant (en las tensiones entre su Crítica de la razón pura y su Crítica del juicio); desde mucho antes Anselmo habría reconocido el deseo como fundamento de la razón, más que por oposición, haciendo posible su despliegue. Si esta tensión ha acompañado al ser humano a lo largo de su historia, la filosofía española lo puso en el centro: razón y corazón (Unamuno), razón y vida (Ortega), inteligencia sentiente (Zubiri), razón poética (Zambrano) y, recientemente, una lógica liminar (Trías)[7].
Ya hemos visto que la arquitectura posee una naturaleza liminar, y a su vez ha respondido históricamente a la metafísica de cada momento: el templo griego en el orden y la simetría, que preguntan por lo inmutable; la arquitectura románica desde el misterio, pues sus iglesias nunca permiten acceder a una perspectiva de conjunto; el renacimiento se construye sobre la perspectiva a un punto de fuga, que coloca al ser humano en una posición de poder sobre el entorno; la modernidad pretendió alcanzar la totalidad que prometía la diosa razón mediante los duros postulados del funcionalismo. Además, durante el siglo XX, la arquitectura se volcó sobre la casa –siempre incompleta–, sosteniéndose del pensamiento de autores como Heidegger u Ortega, que devienen expresiones de la vida individual y auténtica –biografía– antes que colectiva[8]. Para finales del siglo pasado llegó el deconstructivismo. En cada momento encontramos una tensión entre metafísica intuida y búsqueda de concreción mediante expresiones espaciales, materiales y geométricas. En el ámbito de lo estrictamente utópico, las obras de Moro o Campanella revelan que sus ciudades ideales –aquello que desean– requieren descripciones concretas, políticas definidas e incluso geometrías –formas casi construidas– para Utopía o Ciudad del Sol (Calatrava y Nerdinger, 2010).
La utopía también destacaría por su carácter geométrico, puesto que desde las polis ideales rodeadas por muros o los falansterios, siempre ha plasmado políticamente figuras armónicas de perfección matemática. Además, las utopías transparentan las vidas de sus habitantes por medio de ventanas y puertas para exponer la vida privada en la esfera pública (Ramos, 2020, p. 72).
Valga un breve ejemplo de la pluma de Moro.
La isla de los Utópicos mide doscientas millas en su parte central, que es la más ancha; durante un gran trecho no disminuye su latitud, pero luego se estrecha paulatinamente y por ambos lados hacia los extremos. Estos, como trazados a compás en un perímetro de quinientas millas, dan a la totalidad de la isla el aspecto de una luna en creciente (Calatrava y Nerdinger, 2010, p. 209).
Es una tensión, pero no estática; en ocasiones pesa más la expresión concreta, geométrica, delimitada, y en otras el deseo desbordante e inasible. El contenido de la Utopía no se reduce a su extensión espacial y delimitada; para abordarla con mayor justicia habría que reconocer su cualidad simbólico-poética, deseante. Así habría que recordar a Tomás, y también a San Bernardo y sus cuatro dimensiones de lo divino: las tres del espacio sensible, que son longitud, anchura y altura, a las que añade, misteriosa, impensable, insospechada, la profundidad. Hemos de penetrar la esfera parmenídea, las murallas de la Ciudad del sol. ¿Cómo se accede a esa cuarta dimensión que es la profundidad? Responde el mismo San Bernardo: no nos es permitido ver a Dios de otro modo que a través de reflejos y de símbolos. La arquitectura del deseo se construye en el espacio, pero también, y por eso se nos escapa, gracias al exceso simbólico: “El símbolo, por su capacidad de referir lo inmediato a algo no inmediato, nos da esta fuerza para transgredir nuestras resignaciones y nuestros miedos. No se tiene miedo en una iglesia románica” (Gesché, 2003/2004, p. 116).
En el mismo sentido que Rizzi, Bachelard (1957/1965) denuncia la dialéctica de lo de dentro y lo de fuera como “cancerización geométrica” de la metafísica. En el fondo viene a señalar que los sueños y la poesía, el deseo, rompen la dureza de expresiones binarias como sí y no, dentro y fuera, blanco y negro, unos y ceros.
Dentro y fuera constituyen una dialéctica de descuartizamiento y la geometría evidente de dicha dialéctica nos ciega en cuanto la aplicamos a terrenos metafóricos. Tiene la claridad afilada de la dialéctica del sí y del no que lo decide todo. Se hace de ella, sin que nos demos cuenta, una base de imágenes que dominan todos los pensamientos de lo positivo y de lo negativo (Bachelard, 1957/1965, p. 250).
Después matizará su crítica recordando que la celda de mí mismo está llena de sorpresas. La arquitectura, tanto como la utopía, ciertamente es una celda en tanto que delimita el mundo, lo concreta, pero también gracias a esto hace posible que se despliegue la sorpresa. Lo que importa, pues, es mantenerse en tensión.
Encerrado en el ser, habrá siempre que salir de él. Apenas salido del ser habrá siempre que volver a él. Así, en el ser, todo es circuito, todo es desvío, retorno, discurso, todo es rosario de estancias, todo es estribillo de coplas sin fin. ¡Y que espiral es el hombre! ¿Una espiral? Expulsemos lo geométrico de las intuiciones filosóficas y regresará al galope (Bachelard, 1957/1965, p. 252).
3. BÓVEDA: DEFINICIONES Y TIPOS DE UTOPÍA
La utopía puede decirse de muchas formas. Es decir: el deseo, cuyos fundamentos metafísicos he abordado brevemente, requiere utopías y proyecciones arquitectónicas recurrentemente para poder expresarse de forma concreta. Con lo anterior en mente, cabe revisar algunos aspectos de la definición del diccionario de filosofía de Ferrater Mora:
En sentido literal “utópico” significa lo que no está en ninguna parte. Pero como lo que no está en ninguna parte no se halla tampoco alojado en ningún tiempo, la utopía es equivalente a la ucronía. […] Junto al citado significado general, el vocablo “utopía” tiene un sentido más específico: se llama utopía a un ideal que se supone a la vez deseable e irrealizable. […] Estas utopías son muy distintas entre sí. Todas tienen, sin embargo, algo de común: el presentar una sociedad completa, con todos sus detalles, y casi siempre cerrada, en el sentido de que (a causa de su supuesta perfección) no es ya susceptible de progreso. No hay que creer, con todo, que los autores citados suponen la posibilidad de realización de sus respectivas utopías (Ferrater Mora, 1964, p. 862).
Se condensan algunos puntos de interés para este estudio: la utopía es deseable a la vez que irrealizable, le subyace una tensión fundamental que sintoniza con la antropología de Agustín; su carácter de irrealizable no la hace completamente inoperante. En esta tensión entre lo inalcanzable y lo operativo la antropología de Agustín y la definición de Ferrater Mora coinciden con Molina (1998), para quien la utopía es un conjunto de valores que se exponen como programa político para el futuro incluso aceptando su carácter difícilmente realizable, pues los utopistas han descrito comunidades políticas ideales que no se ubican en ningún lugar ni tiempo determinados; además Ramos (2020) señala que las distintas concepciones utópicas aspiran a crear un hombre nuevo. A toda utopía, con todo y su dimensión política, correspondería una antropología del deseo. La utopía es tensión y, para evitar cualquier maniqueísmo, ha de desear desde lo concreto; lejos de pretender alejarse de la realidad, nace como un acercamiento (¿penetración?) a esta: el ejercicio de la imaginación utópica no es arbitrario. Kumar (citado en Ramos, 2020) reconoce el carácter irreal, onírico y ficticio al igual que su naturaleza contextual, pues está siempre en relación con otros entornos literarios, políticos o intelectuales.
Aquí encontramos el problema de toda la historia de la filosofía: la tensión entre lo particular y lo universal, lo singular y el conjunto, el individuo y la comunidad, lo que cambia y lo que permanece, lo subjetivo y lo objetivo, la presencia y la ausencia. La utopía se inscribe dentro de la larga tradición metafísica y artística que intenta dilucidar mediante palabras o imágenes –o ambas– aquello que nos rebasa. Así, “la utopía habría adquirido una función específica de exploración de lo posible, de ensanchar los horizontes de lo real y de transformar la sociedad existente” (Ramos, 2020, p. 39). Es la tensión deseante de la utopía, justamente, la que permite distinguir lo puramente ideal y ausente de lo que tan solo es prescriptivo e inmanente.
La utopía nace de la noticia que tiene el ser humano de su imperfección, de su incompletitud, que como inquietud abre camino hacia una vida mejor, muchas veces necesariamente compartida. Quizás lo que permanece en la utopía es el deseo, la inquietud, la conciencia de perfectibilidad; lo deseado no puede apresarse por completo –por eso cabe que sea deseado–, pero aun así tiene que expresarse, al menos como herramienta de diálogo para esbozar un proyecto común.
La utopía admite tantas formas como la imaginación de los distintos pensadores que las formulan y por eso es imposible considerarla una ficción especulativa y política homogénea. En última instancia, lo utópico expresa a través de distintos coros una misma melodía política, de ahí que se mueva en la indefinición, lo fronterizo y la evanescencia. Algunas utopías centran su mirada en el futuro y otras se encierran en ensoñaciones del pasado. Pueden atender a una consideración materialista de la realidad o centrar su atención en el carácter espiritualista de las utopías. Quizás anhelen una sociedad igualitaria sin clases o establezcan meritocracias elitistas (Ramos, 2020, p. 78).
Para Paul Ricoeur (1997/2008), las variaciones de lo utópico se daban en muchos ámbitos, por lo que no las clasificaba por su contenido, sino con su función o forma de operar; así, Kumar distingue tres: descriptiva (viajes fantásticos, por ejemplo), normativa (modificación de criterios de organización política) y funcional (transformar la realidad). Ramos (2020) agrega una función simbólico-hermética, en línea con el apartado anterior del presente trabajo. Él mismo aclara que la utopía abarca desde un género literario hasta la especulación o reflexión filosófica, e incluso proyectos sociopolíticos o sistemas simbólicos. Estas funcionalidades de la utopía ya permiten ubicar cada proyecto dentro de la tensión deseante que hemos expuesto; mientras que por su naturaleza la descripción fantástica se inclina hacia un ideal inalcanzable, las funciones normativas y transformadoras tienden a concentrarse en lo concreto, real y pragmático. Podemos situar cada tipo de deseo dentro del pensamiento político que va desde el idealismo hasta la realpolitik, eso sí, siempre en tensión: evitando caer tanto en lo meramente normativo como en lo puramente ideal.
El género toma su nombre de la publicación de Moro de 1516, pero se puede seguir el hilo hasta un Jardín edénico o una Edad de oro perdida. La historia de la utopía ha sido estudiada en textos sagrados, como la Biblia, donde aún cargadas de deseo desbordante no pierden por completo sus pies de la tierra: al jardín del Edén se le llama también paraíso terrenal. Platón escribió de forma idealista –faltaría más–, pero sus descripciones de la República (siglo IV a. de C./1988) hablan de situaciones concretas, de formas de organización política bien definidas y evaluando problemas de la vida ordinaria. Platón desea, también, desde lo concreto. La utopía renacentista ofrece un imaginario que sirva para alimentar el deseo de una sociedad, bien real, que quiere ser mejor. La Utopía de Moro se construye con descripciones de políticas públicas concretas, aunque no pretendan implementarse como tal. Estas utopías habían sido espejos críticos de la sociedad. Las utopías, aun siendo espejos críticos que se reconocen irrealizables, responden a la dificultad de vivir juntos y de la mejor manera posible en una circunstancia concreta. Cada sociedad presenta sus problemas particulares, y cada proyecto utópico los interpreta poniendo énfasis en aspectos diferentes. Al fondo siempre hay un deseo, y una dimensión política, y una expresión particular.
En este sentido, las utopías no solo atienden a la forma de edades doradas, paraísos perdidos, ejemplos moralizantes o borradores de un orden político perfecto. También pueden ser clasificadas en virtud de su carácter jerárquico y estático o igualitario y dinámico, por su carácter nostálgico o moderno; por su contenido de evasión o de reconstrucción; por su orientación ascética o por estar encaminadas a satisfacer necesidades materiales; quizás entrañen una promesa de futuro (teleológica), la añoranza del pasado (genética) o resulte de una fusión de ambas en la utopía de retorno (teleológico-genética) (Ramos, 2020, pp. 78-79).
Las utopías –y los deseos– pueden clasificarse de muchas formas: entre estáticas y dinámicas, aristocráticas o plebeyas, de escape o de realización, colectivistas o individualistas, en función de si el contenido es accesible para todo el público o está oculto, por los efectos que se pretenda que produzca o de acuerdo con categorías disyuntivas (ascéticas o indulgentes, científicas o primitivas, sensuales o espirituales y religiosas o seculares), según las ideologías políticas que sostengan su sociedad deseada (igualitarias o elitistas, abiertas o totalitarias, libertarias o coercitivas, democráticas o no democráticas, optimistas o pesimistas). Incluso pueden clasificarse según los aspectos concretos que interesen a los contextos desde donde se desean: en función del rol de las mujeres o de la familia, del género, de confesiones religiosas, etc.
Las taxonomías del género utópico serán tan inagotables como el deseo humano y, para navegar en este océano sin perderse, se han ido acuñando términos que permiten aludir con claridad a cada tipo de deseo. Esto ofrece mayor precisión al diseccionar las formas como cada sociedad se percibe y desea, así como las direcciones y formas del camino que imaginan para ello. Eutopía, por ejemplo, se refiere al “buen lugar”, aquel que se pondera mejor que el contexto dado y desde el cual se postula; esta es la manifestación más luminosa de la utopía. La literatura también ha ofrecido la antiutopía y la distopía, que comúnmente se confunden. La antiutopía es la negación de lo utópico: una sociedad ficticia que denuncia la pretensión, considerada arrogante, de postular un buen lugar. La distopía también es indeseable, pero se diferencia de la antiutopía por presentar el mal lugar bajo la apariencia de utopía. Luego, bajo una distopía, podríamos rastrear “la propuesta de un orden perfecto capaz de surgir de los rescoldos de un orden político de pesadilla. De este modo, si cada utopía alberga en potencia una antiutopía, en cada distopía subyace una utopía” (Ramos, 2020, pp. 70-71). Esto último quiere decir que, como todo proyecto humano, las críticas también están fundadas en un deseo.
4. CIUDAD: EL LUGAR DE LO POLÍTICO EN EL DESEO
Las tensiones tan presentes en el ámbito de la metafísica devienen políticas. Incluso Platón nos recuerda que, tras el ascenso y la contemplación del sol, del paisaje eidético, hemos de “ir bajando uno tras otro a la vivienda de los demás y acostumbraros a ver en la oscuridad” (Platón, siglo IV a. de C./1988, 520c).
La filosofía, viene a decirnos Platón, tiene por origen y fin la ciudad, pero exige salir de ella, romper con las convenciones de la comunidad, con sus hábitos, con sus sombras familiares; exige el fraccionamiento, la individualización, la salida a lo indeterminado; exige una dura travesía propedéutica en el ascenso al sol […] Pero la metáfora sigue. Descrito el proceso de la filosofía, el dramático ascenso a la contemplación del paisaje eidético, viene una segunda parte, no menos dolorosa y difícil de recorrer: el momento del retorno. Platón usa todos sus recursos literarios para dramatizar el camino de vuelta, para describirlo tan penoso e insufrible, tan duro y ascético, como el ascenso a la luz (Bermudo, 2001, pp. 24-25).
Para Bermudo, la filosofía política no es un departamento de ideas aplicables, sino una parte estructural que alimenta la ruta humana, que pasa por la metafísica y sin la cual también esta última quedaría incompleta.
El mito de la caverna, en su desarrollo completo, incluye el regreso a la ciudad. Los dos momentos son teóricos; sería un error confundirlos como el momento de la verdad y el de su aplicación utilitaria. A veces se interpreta que el primer momento, el del ascenso a los lugares divinos, representa la dimensión especulativa de la filosofía […] En esta perspectiva, el segundo momento, la dimensión práctica de la filosofía, se piensa como aplicación del conocimiento a la vida; de este modo queda como momento marginal, secundario y no necesario. A diferencia del primero, sin sustantividad (Bermudo, 2001, p. 28).
Ambos momentos son teóricos y racionales, y la reflexión filosófica quedaría incompleta si se detuviera en la luz, pues también ha de conocer las sombras. Las utopías muestran la tensión entre ambos movimientos: ideal y proyecto concreto a un tiempo. Eso permite estudiarlas tanto desde la metafísica como desde la política, como vemos claro con Platón, o desde la arquitectura y poesía, tan nítida en Moro, Campanella y tantos otros. Este descenso a la ciudad –última estación del itinerario de trascendencia, incluso en Platón– reconoce la necesidad de sumar esfuerzos en la búsqueda de la vida que se desea.
Se desciende, pues, pero diferentes: con la memoria de la luz; aun así, será duro encontrarse con una ciudad que es una Torre de Babel. Soñar una vida compartida genera, por lo menos, fricciones. Algunos se han visto en la necesidad de distinguir los términos de utopía e ideología intentando responder al sueño que hemos de perseguir, en lugar de otros, y a cómo diferentes deseos, en ocasiones opuestos, se encuentran con otros. En 1929 Mannheim (1936/2010) publica un libro titulado Ideología y utopía; para ese año el problema de la historia ya está bien asumido:
… cada época está marcada por su propio estilo de pensamiento. En ese periodo se produciría un conflicto entre la tendencia a conservar dicho estilo de pensamiento y el impulso para sustituirlo por otro novedoso. El primero correspondería con las ideologías y el segundo con la utopía. Así, lo utópico lo sería por su grado de falta de conciliación con la realidad. Es decir, cuanto más niegue la realidad, más utópico será un estilo de pensamiento mientras que los grupos que ostentan el poder social y político serian aquellos capaces de determinar la ideología. Consecuentemente, el pensamiento ideológico legitimaria una situación de dominación en tanto la utopía sería la acción de los oprimidos para preparar el paso de una sociedad a otra (Ramos, 2020, p. 63).
La utopía seguiría siendo un espejo crítico frente a grupos que ostentan el poder: una crítica que no renuncia a su dimensión operativa. Tensión, de nuevo, entre presencia y ausencia, pero vemos con mayor claridad cómo está atravesada por un tiempo histórico y en función de conflictos políticos existentes. Ricoeur (1997/2008) también conjugó los términos de ideología y utopía; para él, la ideología sería el pensamiento de los otros, mientras que la utopía sería el propio. El deseo subyace a ambos, pero se intenta posicionar, o validar, lo propio sobre lo ajeno (Ramos, 2020, p. 66)[9].
Es a la luz de este énfasis en la dimensión política –conflictiva– de los postulados utópicos como Abensour (2003) propone desmitologizar la utopía. Perseguir un deseo supone riesgos, actualmente lo vemos claro. La situación viene del cambio en la forma de desear a partir de la ilustración, y se consolida durante el siglo XIX. Si desde los textos sagrados y hasta el renacimiento el deseo se había situado en un no-lugar, asumiendo distancia respecto de lo deseado y, por tanto, conservándolo como horizonte non-finito[10], durante la ilustración aquello deseado se vino a instalar en la historia y al alcance. Podríamos hablar del paso de utopía a ucronía (del no-lugar a este lugar, pero en el no-tiempo) y luego a eucronía (de este lugar en el no-tiempo, al mejor tiempo), que sería un futuro esperanzador y alcanzable por medios propios. El progreso de la técnica transformó la forma de desear de los clásicos, pues ya no se pensaría la utopía como un reflejo crítico, poético, simbólico o metafórico. La técnica, pues, parecía prometer subsanar esa incompletitud, contingencia, de lo humano en un periodo de tiempo relativamente corto.
Si lo realizable por mis propios medios no puede ser deseable, puesto que me es inmediato en tanto que lo puedo controlar y reproducir, la desestructuración del deseo a partir de este momento será radical. Algunas utopías, como la de Marx, se lanzaron a redactar de forma instrumental y prescriptiva una serie de pasos a seguir para alcanzar esa sociedad ideal[11]. Montaigne (1595/2007) –desde inicios de la modernidad, habiendo dedicado su vida a la política y presenciado las guerras de religión– ya señalaba el peligro de confundir los productos de la cultura, necesariamente contingentes, con lo sagrado. Esta forma de deseo llegó al siglo XX en forma de revoluciones, guerras civiles, mundiales, frías, periodos de entreguerras y violencias por el desarrollo desmedido de las ciudades, cuya idea de progreso generó, también, círculos de miseria dentro de las sociedades humanas. Si no se reconoce la necesidad de lo incompleto, contingente, de todo proyecto humano, el proyecto perseguido termina por arrasar aquello que no quepa dentro de su propio sistema. En la mayoría de los casos con violencia y sin consideración alguna.
Si retomamos la utopía ideológica, concebida como el proyecto que aspira a erigir una sociedad nueva diseñada racionalmente, su culminación advendría en el s. XX con los totalitarismos. Su resultado es tristemente célebre: implacables proyectos de ingeniería social edificados sobre el pensamiento impecable (Ramos, 2020, p. 59).
El giro que dio el pensamiento utópico en la modernidad requirió distinguir utopías que son críticas del presente sin aspirar a erigirse como programa social, de otras que fungirían como plano, racional y preciso, para transformar la sociedad a costa de suprimir lo existente. Mumford (1922/2013) distingue entre utopías de escape, a las que atribuye un carácter más literario, y utopías de reconstrucción y emancipación futura, a las que correspondería un carácter más político[12].
… conviene distinguir lo estrictamente utópico de lo ideal y de lo simplemente normativo. En este sentido, la utopía habría adquirido una función específica de exploración de lo posible, de ensanchar los horizontes de lo real y de transformar la sociedad existente. Se deslindaría así de lo meramente ideal y normativo o regulativo (Ramos, 2020, p. 39).
El error del siglo XX fue ignorar su fondo deseante, que a todo proyecto humano constituye, pretendiendo construir una sociedad desde lo simplemente normativo y a la mano. Esto seguiría quizás hasta el surgimiento de la contracultura de los sesenta. Toda utopía tiene algo de ficción, literatura, deseo e ideal, y también algo de operativa, de política, transformadora. Dicho de otra manera, y parafraseando a Wolff: podemos expulsar al deseo por la puerta de la historia, pero entrará de nuevo por la ventana de la imaginación.
5. UTOPÍAS POÉTICAS DE LA MODERNIDAD ARQUITECTÓNICA
A lo largo de los siglos XVIII y XIX se cuestionó de forma muy dura la existencia de una disciplina como la arquitectura; esta se vio violentamente desplazada por nuevas disciplinas técnicas, sobre todo por la ingeniería civil. Múltiples llamadas apocalípticas denunciaban el fin de la arquitectura, indeseable por ineficiente, inoperativa o inútil. Durante ese periodo, hubo arquitectos que buscaron refugio en el reino insondable de la imaginación: Boullée, Ledoux y Lequeu, los más reconocidos. Sus arquitecturas imaginarias denunciaban la tiranía de la eficiencia y funcionalidad al tiempo que, paradójicamente –como todo poema que es fruto de un tiempo y a la vez huye de él–, estaban constituidas por geometrías duras, y programas tales como un Cenotafio para Newton. Aquí se encuentra también Piranesi, cuyas cárceles imposibles y reconstrucciones ruinosas de una Roma imaginaria cambiaron la historia de la arquitectura sin construir un solo edificio. Es sabida la imposibilidad de esos espacios que, no obstante, han sido fundamentales para el desarrollo histórico de la arquitectura. Propuestas como el Banco de Inglaterra de Sir John Soane, pensada en ruinas –y cuya planta está compuesta por múltiples e irreductibles fragmentos en tensión–, denunciaban por medio de la imaginación y el deseo los peligros que la modernidad más dura representaría para la vida común. Arquitectura contra la pura inmanencia. Dada su naturaleza limítrofe entre la razón y la poesía, lo dominable y lo indominable, la realidad y el deseo, o la presencia y la ausencia, la arquitectura ha sido, también, bastión de lo utópico y centro de reflexión crítica, un hogar y resguardo de tensiones que constituyen lo humano. Esto se puede rastrear dentro de la literatura utópica: frente a la vorágine de la inmanencia y la facticidad, algunos autores buscaron cobijo en lo literario:
Paralelamente a estas utopías ideológicas, en el s. XIX resurgió la literatura utópica desde la ciencia ficción de viajes extraordinarios. […] En 1872, Samuel Butler publicó Erewhon –anagrama ingles de Nowhere– una utopía situada en una isla donde una hermosa raza permanece ajena a la tecnología moderna. Utopía que estaba destinada a satirizar las injusticias de la sociedad victoriana y los peligros de la esclavitud tecnológica. Miguel de Unamuno, en Mecanopolis, aludirá a la distopía tecnológica de una ciudad absolutamente tecnificada sin otra vida que la mecánica y donde el ser humano no es más que una leyenda antropológica (Ramos, 2020, pp. 58-59).
El péndulo del deseo se resistió a quedar reducido a cualquiera de sus polos, en pleno siglo XX, tanto desde la arquitectura como desde pensamiento utópico. Ciertamente hubo propuestas que pretendieron –en ocasiones se luchó por ello– ser implementadas al pie de la letra; la ciudad radial de Le Corbusier, por ejemplo, que devino en experimentos fallidos; y aún hoy hay casos como Brasilia. Otros, como la ciudad jardín de Howard, tuvieron algunas breves, pequeñas o incompletas implementaciones más o menos logradas en diferentes latitudes. Quizás el ensanche de Cerdá sea una utopía que logró conjugar idealidad y cambio, cierto orden que admita la imprevisibilidad de una ciudad como Barcelona. Implementada esta última, ya se muestra mucho más cercana a la dimensión fáctica de la política que cualquiera de las otras proyecciones señaladas, pero para rebatir sus destellos de utopismo habría que demostrar que su perfectibilidad ha sido clausurada. Esto sería, por supuesto, un disparate.
Hubo propuestas arquitectónicas desde entornos más cercanos al arte y la literatura que se mantuvieron claramente como espejos críticos, formuladas intencionadamente de forma poética y simbólica: la Nueva Babilonia de Constant, los proyectos de DOGMA o Superstudio, que denunciaban la pérdida del aura (Benjamin) en las ciudades producidas como extensiones cartesianas de espacio homogéneo. Otras propuestas son más claras en su postura social o política, como la Ciudad Espacial de Friedman o los sueños de Fathy para un nuevo Egipto de los campesinos. De cualquier manera, queda claro que la arquitectura imaginaria siguió siendo bastión del deseo humano a lo largo de todo el siglo XX, quizás el más profano de todos. Para los setenta, el estabishment dejó de defender de forma tan férrea una arquitectura de racionalidad y eficiencia; incluso Le Corbusier, antes que cualquier otro, escapó a su ritmo de posturas tan dogmáticas[13].
También hubo proyectos concretos y de pequeña escala durante el siglo XX que muestran el deseo desde el retiro de algunos artistas ante múltiples crisis: revoluciones, guerras civiles, mundiales, frías, dolorosos periodos intermedios y posteriores, crecimiento desmedido de las ciudades y ruido de la cultura de masas. La utopía en ocasiones también fue mesura: parajes silenciosos, otros ritmos, experimentando con la vida propia. El paradigma sería Thoreau en Walden (1854/2019), pero también está en Stevenson cuando prefiere escribirnos –tan moderno– sobre la casa ideal que sobre la ciudad ideal:
Siempre es deseable gozar de un grandioso panorama, pero cabe satisfacer ese deseo de muy distintas maneras; es incluso posible disfrutar de la grandeza a escala reducida, pues el ojo y el espíritu utilizan medidas diferentes. Unas rocas escarpadas al alcance de la mano son más sugestivas que los Alpes remotos; unos espesos helechos en un brezal de Surrey pueden ser bosques desperdigados para la imaginación […] un vivaz riachuelo nos ofrece, en el corto espacio de unas pocas yardas, mayor variedad de promontorios e islotes, de cascadas, bajíos y bulliciosos remansos, con sus correspondientes cambios de sonido y color, que una corriente navegable en muchos cientos de millas (Stevenson, 1884/1998, pp. 9- 10).
Diferentes arquitectos y artistas exploraron formas de relacionarse con la naturaleza, estructurar espacios, tiempos y símbolos mediante “utopías de pequeña escala”. Tras haber seguido al primer Le Corbusier y vivido la violencia de una ciudad que crece sin reparos, O´Gorman se retiró al paisaje volcánico del Pedregal para construir una cueva rechazando la ciudad de su tiempo. O´Gorman, en este caso, voltea hacia un pasado prehispánico. Erskine se trasladó a los bosques de Suecia durante los bombardeos de Londres para construir una cabaña, mínima, con sus propias manos. Otro caso es el de los Smithson que, tras haber construido miles de metros de multifamiliares durante la posguerra, y haber dedicado años a imaginar la “casa del futuro”, se trasladan a un solar en el campo donde tan solo agregan un tapanco de madera al muro de la granja prexistente: su Solar Pavilion es un statement sobre la necesidad de no construir más. Para ellos la vida deseada deja de voltear hacia el futuro, prefiriendo una tradición de mínimos (González de Canales, 2013)[14]. En este sentido Mumford “volvería a considerar indeseable el advenimiento de la utopía –vinculado en esta ocasión con el mito ilustrado del progreso indefinido–” (Ramos, 2020, p. 65).
La utopía arquitectónica del siglo XX no se reduce a la pequeña escala. Una serie de proyectos arquitectónicos dan cuenta de que, incluso en el más desespiritualizado de los siglos, podemos rastrear las huellas del deseo. Tres proyectos de arquitectos cercanos en tiempo, aunque de diferentes contextos, muestran cómo la utopía se sitúa en un contexto bien concreto y, al mismo tiempo, lo desborda. Barragán imaginó una ciudad para filósofos y artistas en el paisaje metafísico del Pedregal[15]; lo que antes eran un montón de piedras, serpientes y espinas se convertiría en una serie de jardines casi mitológicos que vendrían a oponerse a aquello en que la Ciudad de México se había convertido. En el año ochenta Barragán recibiría el Pritzker
… por su compromiso con una arquitectura como acto sublime de la poética de la imaginación. […] Es para la mayor gloria de esta morada terrenal que ha creado jardines donde el hombre puede reconciliarse consigo mismo, y una capilla donde sus pasiones y deseos pueden ser perdonados y su fe proclamada. El jardín es el mito del Principio y la capilla el del Fin.
Para Barragán (2017) un jardín bien logrado no debería contener menos que el universo entero. Las resonancias de un Edén crítico con la ciudad moderna son evidentes, además, al reconocer la visitación de la belleza –a la que no ha hecho plena justicia, ni ha apresado– como faro; aquí está el deseo, tan agustiniano, convertido en motor.
En mí se premia entonces, a todo aquel que ha sido tocado por la belleza. En proporción alarmante han desaparecido en las publicaciones dedicadas a la arquitectura las palabras belleza, inspiración, embrujo, magia, sortilegio, encantamiento y también las de serenidad, silencio, intimidad y asombro. Todas ellas han encontrado amorosa acogida en mi alma, y si estoy lejos de pretender haberles hecho plena justicia en mi obra, no por eso han dejado de ser mi faro (Barragán, 2017, p. 65).
Las utopías pueden estar basadas en la nostalgia de un pasado, real o imaginario, o ser plenamente modernas y orientadas hacia el futuro (Ramos, 2020, p. 79). Es muy ilustrativo comparar los proyectos imaginarios de Archigram con los de Brodski y Utkin. Unos surgen del Londres de los sesenta, otros de Moscú durante los últimos años del Telón de Acero. Ambos se desarrollan en el contexto de la Guerra Fría con una sociedad entregada al desarrollo tecnológico. Sin embargo, y en la línea de las tensiones que constituyen a todo proyecto utópico, ambos son críticos con el movimiento moderno. Archigram radicaliza la “máquina de habitar” desde el mundo occidental y, consecuente con su contexto, produce arquitecturas y ciudades imaginarias desde el cómic. Esta arquitectura no sería masas inmóviles de mampostería silenciosamente habitadas (Sadler, 2005). Sus proyectos surgen de la cultura pop, los viajes al espacio, la publicidad, los electrodomésticos y la estética kitsch (López y Ortiz, 2020). Si bien Archigram mira felizmente al futuro mediante una gráfica colorida y dinámica, lo hace con una grandísima dosis de ironía. Están, también, satirizando a Le Corbusier.
Por otro lado, las utopías de Brodski y Utkin se inscriben dentro del caudal de los deseos humanos que terminarían por abrir grietas a un régimen totalitario. ¿Utopía como escape literario o como reconstrucción y emancipación futura? Ambas. Se oponían a una doctrina de utilitarismo sin ornamento dentro de un sombrío panorama profesional que consideraba innecesario e inmoral cualquier discurso estético (Brodski y Utkin, 2019). Contrastando con las propuestas de Archigram, a Brodski y Utkin la tecnología no podía interesales menos, como bien señalan López y Ortiz (2020). En un entorno donde la técnica oprimía, las referencias de su crítica habrían de venir del pasado, particularmente de la literatura, la filosofía y el arte, de las humanidades; intentaban, pues, oponer la poesía de lo imperfecto ante una aparente perfección que resultaba inhumana.
… su obra constituye una crítica arquitectónica gráfica […] , una huida al reino de la imaginación que acabó siendo un comentario visual sobre aquello que no estaba bien en la realidad social y física y sobre cómo podrían remediarse sus males (Brodski y Utkin, 2019).
Contra la arquitectura hegemónica moderna, tanto Archigram como Brodski y Utkin reconocen su carácter irrealizable. Las utopías irónicas de Archigram son la contracara de los proyectos imaginarios de Brodski y Utkin. Si unas eran utopías, las otras antiutopías; unas eran tecnológicas, las otras serían declaradamente antitecnológicas; unas voltean al futuro, las otras plantearían su crítica volteando hacia el pasado. Los héroes de ambos proyectos también son opuestos: Fuller y Piranesi. La denuncia de Brodski y Utkin en el Columbarium habitable, Villa Claustrophobia o Villa Nautilus viene a señalar que la realidad humana siempre es desbordante, inapresable, y que el peligro reside, justamente, en pretender dominarla tal como las expresiones más radicales de la modernidad pretendieron.
Una gran ciudad siempre es terra incognita, no importa si vives en ella durante cien años o una hora. Quien abre la puerta de su casa y sale a comprar cigarrillos es como un valiente explorador que se ha aventurado en un peligroso viaje. Una misteriosa tierra habitada por extrañas criaturas que corren de un lado para otro en una insuperable danza ritual que se presenta ante sus ojos. ¿Quiénes son? ¿Caníbales melancólicos o tribus inofensivas? ¿Qué idioma hablan? ¿En qué piensan cuando miran a nuestro viajero solitario? Millones de puertas que llevan a Dios sabe dónde… Millones de ventanas que ocultan Dios sabe qué… Ir a la panadería es más emocionante y peligroso que ascender al Everest. Y luego, por la noche, de regreso al barco, el viajero cansado repite las palabras secretas e incomprensibles que se escuchan durante el día (Brodski y Utkin, 2019).
Tillich escribió que, por su propia naturaleza, la metrópoli provee algo que, de otro modo, sólo podría observarse mediante los viajes: lo extraño. Se conjuga política con trascendencia. El misterio es terriblemente concreto y, en ocasiones, se pasea por las calles de la ciudad.
Lo que es abismal es lo cotidiano. El de nuestra razón de ser, del encuentro imprevisto, tal vez involuntario, con el hombre o la mujer cuyo amor cambiará nuestro universo, encuentro –Baudelaire lo sabe– al volver la esquina o a través del reflejo de un escaparate. El misterio es así de terriblemente concreto. Pero el misterio da miedo (Steiner, 1989/1993, p. 7).
Para Eluard (Rincón, 1976) hay otro mundo, y está en este. Sería difícil condensar en menos palabras la naturaleza del deseo, de todo proyecto arquitectónico y utópico.
REFERENCIAS
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[1] Esto lo aprendí de Ignacio de Loyola.
[2] Esto lo aprendí de Agustín de Hipona.
[3] “El carácter ficticio de la utopía supone un profundo ejercicio de imaginación que refleja la insatisfacción ante las frustraciones y
contradicciones de la realidad al tiempo que aporta un abanico de posibilidades para la realización humana.” (Ramos, 2020, p. 72).
[4]Claves hermenéuticas: Agustín también habría establecido ciertas bases sobre las que Popper se apoyaría para reformular la ciencia como falsación. Está desde hace siglos, también, en la teología negativa. Ahora la ciencia no se entiende como un dominio absoluto del objeto de estudio, pero sería ingenuo creer que nos hemos librado de los peligros que esa postura conlleva. Benjamin (1936/1992) desarrolló esto en su teoría del arte: para conservar el aura, el arte debe ser cultual, no exhibitivo. La contemplación de lo cultual no está al arbitrio de la persona, sino de la liturgia y los tiempos que se imponen dentro del rito; lo exhibitivo se contempla cada vez que se quiera.
[5]Tomando las palabras de Ignacio de Loyola.
[6]Nos describe los silbidos de la llanta, el traqueteo del carro tan vertiginoso contra el camino, la emoción de verse visitado por la deidad, la manufactura de las puertas del día y de la noche…
[7]De forma particular, en Lógica del límite (Trías, 1998) sitúa a la arquitectura y la música sitúa en ese espacio liminar, fronterizo, como primer paso de todo su sistema filosófico.
[8]Este brevísimo recorrido, por supuesto, requiere muchísimos matices que rebasan el marco del trabajo. Sirva tan solo de apunte sobre la realidad última, o metafísica, en su relación histórica con la arquitectura de cada momento y lugar.
[9]Esto abre posibilidades para reflexionar sobre las narrativas –¡narrativas!– que actualmente luchan por imponerse sobre otras.
[10]Con matices que van desde una gran dificultad hasta la explícita imposibilidad de realizarlo. En Platón, por ejemplo, quizás leemos una posible forma de alcanzarlo, aunque no podemos ignorar que el maestro del que abreva, Sócrates, era conocido por su ironía. En Moro, la imposibilidad de construir la Utopía es explícita.
[11] Como señala Ramos, Koselleck (1959/2021) “…analizó el proceso de racionalización y radicalización de la utopía ilustrada, transmutada
en una nueva filosofía de la historia. […] la ilustración asignó una función futurocéntrica, específicamente temporal e histórica, a la
utopía” (citado en Ramos, 2020, p. 67).
[12]A la luz de las catástrofes humanas del siglo XX generadas por el deseo de un ideal que se prescribe y absolutiza, el mismo Mumford se deslinda de lo utópico, en un sentido antiutópico, para poner en valor lo que considera la verdadera utopía: la vida cotidiana. Esto, por supuesto, lo había dicho también, a su manera, Nietzsche.
[13]Su trayectoria podría exponerse a partir de los primeros años en que pregona la máxima racionalidad, y la manera como a lo largo de todo el siglo XX esas geometrías tan duras, extensas en sentido cartesiano, se van haciendo carne y poesía. Él mismo publica su justificación –o quizás carta de disculpas– en su “Poema del ángulo recto” (1955/2006) diciendo que su obra fue camino siempre incompleto, búsqueda.
[14]No se olvide que los Smithson fueron parte fundamental de los CIAM.
[15]Influenciado, sin lugar a dudas, por la Olinka de Dr. Atl, con quien paseaba por gusto entre aquellas piedras.