Dilemmas and blind spots in the current dystopian discourse: an approach to a new genre typology.
Francisco José Martínez Mesa
Universidad Complutense de Madrid
frjmarti@ucm.es
Recibido: 08/03/2021 / Aceptado: 29/03/2021
Resumen.
El creciente interés suscitado por la distopía entre investigadores y público en los últimos años ha permitido la apertura de nuevas y sugerentes vías para su análisis y estudio. En este artículo se propone una aproximación al fenómeno a partir de la consideración del poderoso potencial emocional desplegado por lo distópico y la diversidad de reacciones y comportamientos -muchos de ellos, inadvertidos- que su discurso provoca entre la audiencia. A partir de dichas respuestas, se propone una nueva clasificación del género distópico fundada en la pluralidad que funciones que, a juicio del autor, puede llegar a desempeñar y que va más allá de la vocación crítica que unánimemente se le suele venir otorgando.
Palabras clave.
Distopía, Miedo, Emociones, Futuro, Tipología.
Abstract.
The growing interest aroused by dystopia among researchers and the public in recent years has allowed the opening of new and suggestive lines for its analysis and study. This article proposes an approach to the phenomenon based on the consideration of the powerful emotional potential displayed by the dystopian and the diversity of reactions and behaviors – many of them unnoticed – that its discourse provokes among the audience. Based on these responses, a new classification of the dystopian genre is proposed based on the plurality of functions that, in the author’s opinion, it can perform and that goes beyond the critical vocation that is usually unanimously granted.
Keywords.
Dystopia, Fear, Emotions, Future, Typology.
Sugerencia de cita / Suggested citation: Martínez Mesa, Francisco José (2021). Dilemas y puntos ciegos en el discurso distópico actual: aproximación a una nueva tipología del género. Distopía y Sociedad: Revista de Estudios Culturales, 1, 1-38.
1. INTRODUCCIÓN.
Que las distopías están de moda es algo que hoy en día resulta absolutamente incuestionable. Las crecientes referencias a ellas en los medios de comunicación nacionales e internacionales y el consiguiente eco que de estas se ha hecho en sus respectivas opiniones públicas han terminado por generar entre nosotros una insospechada familiaridad con el fenómeno que ni siquiera los más indiferentes pueden negar porque ¿quién no ha oído alguna vez a alguien hablar sobre el tema?
Y, sin embargo, unas cuantas décadas atrás nadie hubiera apostado por ello. Su nivel de popularidad por aquel entonces era tan bajo que tan solo unos pocos sectores de aficionados a la Ciencia Ficción y algunos académicos estudiosos del género parecían mostrar un incondicional interés sobre la cuestión. Salvo contadas ocasiones, propiciadas la mayor parte de los casos por el estreno de alguna superproducción cinematográfica ambientada en un escenario más o menos distópico, ningún otro indicio podía invitar a pensar en la notoriedad que la distopía iba a obtener en la actualidad. Ahora ese fulgurante e inesperado cambio constituye una realidad. Y lógicamente esto nos lleva a preguntarnos ¿qué ha llevado a la distopía a ocupar un espacio tan importante en nuestras vidas?, o ¿por qué ahora y no antes?
De todos es bien sabido que las distopías no constituyen ningún fenómeno nuevo, sino que ya llevan largo tiempo entre nosotros. Tenemos constancia de su existencia al menos desde finales del siglo XIX. Desde entonces muchas de esas desesperanzadas y perturbadoras visiones sobre el futuro han contribuido a conformar el imaginario colectivo de muchas generaciones, dotándole de unas señas de identidad propias más allá de su mera inscripción en el acervo cultural de una época. Ahora bien, su nivel de significación e impacto jamás llegó al alcanzado hoy. Algo ha cambiado sin duda, pero ¿el qué? A nuestro juicio, resolver esta incógnita quizás exija situar el foco en otro punto porque ¿no será que lo que ha cambiado no han sido las distopías sino nosotros? Si nunca nos habíamos sentido tan atraídos e implicados emocionalmente con todo lo distópico como hasta ahora, ¿no será porque los miedos y ansiedades que hoy estas nos generan reflejan una conciencia y un sentimiento de flaqueza y vulnerabilidad que ya experimentamos en la realidad actual muchos de nosotros?
Hoy en día, cabe hablar de un amplio consenso entre los estudiosos de la distopía a la hora de reconocer la estrecha vinculación de esta con todo cuanto afecta a nuestra vida presente. De acuerdo con esta opinión compartida, que también podría extenderse, por otra parte, a cualquier manifestación o ámbito referido al más amplio terreno de las utopías, en todas las formulaciones del género, el tiempo futuro se concibe como un espacio imaginativo de experimentación en donde los autores proyectan sus expectativas a partir de la experiencia pasada y de la existencia presente. Ahora bien, a diferencia del pensamiento utópico, el tipo de imágenes que la distopía proporciona no invitan precisamente a un horizonte radiante u optimista, sino, por el contrario, a uno más bien inquietante y sombrío.
Sin duda, donde mejor se revela esa contemporaneidad de la distopía es en su capacidad para promover y suscitar dilemas a partir de situaciones y realidades concretas extraídas del presente y que únicamente pueden ser comprensibles dentro de él. No es esta, sin embargo, su única virtud: hay otro rasgo que no solo confiere a lo distópico un valor aún mayor, sino que da prueba de su potencial nivel de compromiso. Nos estamos refiriendo a su intrínseca naturaleza imaginaria. Quizás puede parecer chocante, e incluso contradictorio, pero lo cierto es que la traslación de los problemas y conflictos reales al vasto mundo de la ficción no necesariamente supone su banalización sino todo lo contrario: permite abrir las puertas a un amplio arco de miradas, unas ciertamente más críticas, otras menos, aunque en cualquier caso siempre orientadas en torno a una muy diversa gama de perspectivas a partir de las cuales contemplar la realidad y explorar vías alternativas de intervención y entendimiento frente a los grandes retos comunes planteados.
No obstante, todavía cuesta comprender por qué el camino emprendido por las distopías se ha creado a partir de la instigación y el exacerbamiento de nuestros miedos. ¿De verdad era tan necesario recurrir a una vía tan traumática y desagradable ante tal infinita variedad de posibilidades?
Desde luego, existen otras muchas opciones. Pero ninguna como la distópica parece interpretar y dar respuesta más adecuadamente a nuestras preocupaciones e inquietudes, emplazando al miedo en la posición central que le corresponde. Y es que, a fin de cuentas, no podía ser de otra manera: el miedo ha venido acompañando a la humanidad desde sus orígenes, actuando como el más eficaz de sus instrumentos de defensa y supervivencia y uno de los principales responsables de la capacidad de los hombres para superar las situaciones adversas y adaptarse a los diferentes escenarios. Pese al progreso de los tiempos, esa relación no ha cambiado, pues seguimos precisando de él a la hora de mantenernos alerta ante cualquier posible peligro y enfrentarnos a un mundo que nunca ha dejado de ser cambiante y hostil.
Ahora bien, las motivaciones que inspiraron los miedos y ansiedades de los hombres en el pasado ya no se corresponden necesariamente con las actuales. Como era de esperar, las transformaciones y cambios que el individuo y las sociedades han venido experimentado también han supuesto una evolución en la naturaleza de sus temores y una variación en su fisonomía. Si bien es cierto que muchos autores sitúan su origen en un mismo sustrato común -la angustia ante la negación del ser y de su existencia- no lo es menos que cada miedo se activa de acuerdo con una serie de factores y condiciones específicas que fluctúan según las circunstancias y el momento y, por tanto, no actúan de la misma manera eternamente.
A nuestro juicio, uno de los principales desafíos a los que se enfrentan en la actualidad los estudios sobre las distopías tiene mucho que ver con las dificultades que entraña el análisis de un fenómeno cuyo principal motor es el miedo, una emoción tan universal e inherente a la naturaleza misma del ser humano como volátil y cambiante, continuamente expuesta a los rigores impuestos por la imprevisibilidad y la contingencia. Partiendo de esta consideración, el objetivo de las páginas que siguen va a consistir en tratar de mostrar el amplio marco de posibilidades que se abren a la investigación de lo distópico a partir del reconocimiento de esa centralidad, así como de su impronta tanto en sus creadores como en sus potenciales audiencias. Para ello, en la primera parte de este amplio trabajo situaremos el foco en la pluralidad de resortes emocionales puestos en funcionamiento por la distopía que tan sumamente determinantes son a la hora de situarnos ante la realidad de nuestros problemas y dotarnos de medios para aplacar y mitigar en gran medida su inevitable impacto. En la segunda parte, y una vez identificado y reconocido ese poderoso potencial -no pocas veces relegado y subestimado-, trataremos de argumentar la conveniencia de una reconsideración del valor y el papel de la distopía y lo haremos a partir de la propuesta de una nueva clasificación más acorde con la riqueza y diversidad de lecturas y funcionalidades que lo distópico puede ofrecer en un mundo como el humano, siempre vivo y en constante dinamismo. El objeto de esta iniciativa no es otro, en fin, que invitar a la apertura de un debate que creemos que se antoja indispensable a la hora de abordar el futuro de los estudios sobre la distopía y apuntar a nuevas perspectivas desde los cuales abrazar la globalidad del fenómeno y la multidimensionalidad de su discurso.
2. EL MOTOR DEL MIEDO.
El miedo recorre transversalmente al hombre en todos sus planos. En el estrictamente individual el sentimiento de amenaza solo es experimentado por uno, en tanto que en el colectivo este es compartido con otros. Claro que estos planos que se nos presentan no siempre fueron tan nítidos ni delimitados. Cabría incluso preguntarse en qué momento comenzaron realmente a serlo. Si nos remontamos a sus orígenes comprobamos, en efecto, que la sociedad surgió como resultado de la necesidad de los hombres de aplacar aquellos temores que constantemente les obsesionaban. Aunque, paradójicamente, ya desde el mismo instante de su fundación, ella misma también pasó a convertirse en el germen de una inacabable serie de inquietudes y temores. En efecto, el principal logro de la civilización fue liberar a la especie humana de muchos peligros y penalidades, pero a cambio de instalar un escenario de enjaulamiento social (Mann, 1986/1991) que abrió la puerta a la aparición de nuevos conflictos y dificultades que ya no solo atañían a la forma de organizar y gestionar los diversos intereses humanos, sino también a la particular inserción de cada individuo en el marco de sus creencias y concepciones más íntimas.
Como el resto de las emociones, el miedo constituye una respuesta a las diferentes circunstancias adversas que se le presentan en todo momento al hombre y a las que debe enfrentarse y adaptarse permanentemente. Pero a nivel conductual, el miedo, como toda emoción, sirve para establecer nuestra posición con respecto a nuestro entorno, de manera que nos impulsa hacia ciertas personas, objetos, acciones o ideas y nos aleja de otros. Es decir, no solo nos alerta contra potenciales amenazas, sino también nos puede ofrecer vías para su canalización y superación tanto individual como colectivamente.
Contempladas desde esta perspectiva, las distopías cabrían inscribirse dentro de una misma lógica. Su función -como la que define al miedo mismo- consistiría en alertar, es decir, generar entre su público un sentimiento de peligro o riesgo ante un escenario o una situación que aparentemente no se presenta como amenazadora. Su prioridad, en este sentido, no se situaría tanto en apelar a la inteligencia y al juicio de las personas como en activar en ellas respuestas intuitivas e inmediatas, a partir de las cuales generar conductas y tejer sentimientos comunes.
Nuestra respuesta ante el miedo, por supuesto, no es uniforme. Nuestras reacciones oscilan dependiendo de una inmensa variedad de factores que ni siquiera nos afectan a todos por igual. Probablemente la angustia que puede suponer para nosotros, profesores, el no tener a tiempo el artículo que nos habíamos comprometido a entregar resulte completamente incomprensible para un empleado de la recogida de basuras o para una peluquera, cuyo conocimiento de nuestra profesión es muy limitado. Pero si procediéramos a la inversa, la situación tampoco sería mejor. Podríamos imaginar alguno de los problemas que se les podrían llegar a plantear, pero difícilmente podríamos situarlos en su verdadera dimensión. Tampoco es que no solo desconozcamos los fantasmas que pueblan las mentes de quienes recogen la basura de nuestra ciudad o se esmeran en el cuidado de nuestro cabello; nuestra ignorancia se extiende a todos los que no somos nosotros. Y ya no solo en el plano profesional: cada individuo es portador de un vasto universo particular donde están contenidos todos sus miedos pasados, presentes y futuros, en torno a los cuales define su relación con el mundo.
El miedo expresa y determina, en efecto, la particular inscripción de los hombres en la realidad: determina sus prioridades, conforma su identidad y establece un marco de relaciones con sus semejantes en función de la conjunción o no de sus temores. La historia de la humanidad, en este sentido, sería también la historia de la socialización de los miedos individuales y el de la conversión de estos en vínculos de cohesión y cooperación colectiva. En este sentido, las religiones, los mitos y, en general, todas las creencias inspiradas por los hombres constituyen una buena prueba de ello.
Muchas de las amenazas que tanto nos perturban no son tales o al menos no son tan terribles como imaginamos. Esta particular tendencia a la exageración y al exceso se deriva de la natural necesidad del ser humano de anticiparse a sus hipotéticas consecuencias, así como también para reafirmarse ante un peligro desconocido e incierto que pone en evidencia sus capacidades. No obstante, aunque esta sobredimensión de las amenazas no se corresponde en general con la realidad de los hechos, ofrece un especial interés para su estudio pues se encuentra conectada con otros factores de orden subjetivo, como por ejemplo el sentimiento de inseguridad presente en los individuos y en los distintos grupos sociales.
Si algo ha distinguido a las distopías desde siempre ello ha sido su innegable talento para detectar y sacar a la luz infinidad de problemas que para la mayoría habían pasado inadvertidos hasta ese momento, y hacerlo, además, llamando la atención sobre su gravedad y trascendencia, a fin de instar a la intervención sobre los mismos. Pero ¿hasta qué punto no estaríamos ante un proceso de sobredimensión?, ¿en qué medida los males vaticinados tienen verdaderos visos de ser ciertos?
3. LOS ACTIVADORES EMOCIONALES DE LA DISTOPÍA.
A nuestro juicio, este es uno de los principales dilemas a los que se ha tenido que enfrentar el género distópico y que no siempre ha merecido la necesaria atención. En su afán por trasladar a la sociedad su inquietud ante los peligrosos derroteros que iban tomando determinados aspectos, sus autores no han dudado en recurrir a todo tipo de mecanismos emocionales y psicológicos a fin de capturar la atención del público y arrastrarle hasta el epicentro de los problemas. Pero los resultados no siempre han sido o son los esperados.
Contemplada desde esta perspectiva, la lógica del proceso distópico parece resultar, en efecto, bastante simple: consistiría en evacuar a los lectores y/o espectadores de la realidad en la que estos viven y trasladarlos a un escenario imaginario generador e inspirador de una serie de sentimientos y emociones que de una manera u otra les terminaría devolviendo a su vida presente, aunque ahora contemplada de una manera diferente. Se trataría, en fin, de un viaje de ida y vuelta en el que, una vez más, lo importante no es ni el punto de partida ni mucho menos el punto de llegada, sino la naturaleza de los cambios, muy imperceptibles a veces, que van a operarse en los viajeros en el transcurso de ese trayecto y que, sin embargo, van a hacer que su percepción de cuanto se les presente ya nunca vuelva a ser la misma.
A decir verdad, gran parte de la eficacia de una distopía a la hora de infundir en su potencial público los temores e inquietudes que su propia sociedad genera, reside principalmente en su capacidad para construir y articular una estructura narrativa y unos personajes verosímiles que permitan establecer un sólido vínculo con aquel (Sisk, 1997). Este punto resulta absolutamente esencial, pues la identificación del lector o el espectador con el o los protagonistas de la obra pueden contribuir a favorecer su ya de por sí nada fácil inmersión en ese escenario imaginario concebido para provocar una sensación de extrañamiento y desfamiliarización en quienes acceden a él.
La caracterización de los personajes y, en especial, aquellos que desempeñan un rol principal es clave entre otras razones porque, en primer lugar, suelen ser quienes mejor y más fielmente encarnan los puntos de vista y el pensamiento del autor, pero también, y no menos importante, porque van a ser deliberadamente creados para experimentar durante el relato el mismo tipo de transformación interior que se desea insuflar en los lectores y espectadores.
Generalmente, el viaje iniciático que nos propone la distopía ha tendido a discurrir por la senda de la rebeldía y el anticonformismo de quienes, no resignándose con el mundo que les ha tocado vivir, son conscientes de que la única manera de tratar de alterar el rumbo de las cosas pasa por apelar a los sentimientos más profundos de las personas. En el curso de este proceso, por tanto, la razón queda en un segundo plano. Solo excepcionalmente, por supuesto, porque su concurso siempre será indispensable y decisivo, tanto, por ejemplo, a la hora de elaborar un discurso capaz de deconstruir críticamente la sociedad presente y diagnosticar el origen de sus males, como en el proceso de propuestas y formulación de estrategias y escenarios alternativos. Pero no en este crucial momento donde la prioridad consiste en provocar un radical cambio de conciencia entre su potencial público.
El distópico no es, sin embargo, el único discurso que se va a servir de estos mecanismos de activación emocional cuyo objeto es hacer frente a las crecientes limitaciones que las sociedades nos imponen y que nos llevan a sentirnos cada vez menos capaces de asumir y situarnos en los puntos de vista de los demás (Mead, 1932/2008). La utopía también nos ha ofrecido constantes muestras de su recurso, algunas de ellas paradigmáticas y ciertamente esclarecedoras de las intenciones de sus autores. Uno de esos casos tan significativos lo podemos encontrar en una de las obras clásicas de la literatura utópica, El año 2000: Una visión retrospectiva (Looking Backward (2000-1887); or Life in the Year 2000 A.D.) escrita en 1888 por el norteamericano Edward Bellamy (1888/2011), y en la que su autor imagina un Boston futurista donde, gracias a los avances tecnológicos y la instauración del socialismo, la ciudad ha terminado por alcanzar la prosperidad y la paz plenas.
El protagonista de la novela es un joven rentista de condición acaudalada, Julian West, que vive apaciblemente y sin ningún tipo de necesidades en la ciudad de Boston, absolutamente ajeno a las privaciones e injusticias padecidas por el resto de sus conciudadanos y que él asume como inevitables, fruto del espíritu de los tiempos. Sin embargo, y tras un profundo sueño, Julian se despierta en un Boston que ya no es el de 1887 sino el del año 2000, y que nada tiene que ver con el de su tiempo. A lo largo del relato, y una vez superada la sorpresa inicial, el joven termina familiarizándose con esa sociedad tan fascinante y a la vez tan sumamente antagónica a la vivida por él en el pasado, regida de forma tan despiadada e implacable por un sistema capitalista responsable de la explotación y la extrema desigualdad de sus miembros.
Sin embargo, inesperadamente, y cuando más adaptado e integrado se sentía en aquella sociedad que tan bien le había acogido, Julian se va a encontrar de vuelta a su Boston originario. Atrás no solo ha dejado a su prometida sino también un marco social y un modelo de vida que antes habría despreciado por absurdo e irrealizable, pero que ahora, en cambio, va a considerar perfectamente factible y real. Aquel joven rico y acomodado del principio de la novela había regresado al punto de partida, pero distaba mucho de ser el mismo. El cúmulo de vivencias y sentimientos experimentados y compartidos con otros durante su estancia en aquel futuro había resultado esencial en ese proceso de cambio, al contribuir a sacarle de la perspectiva individualista mantenida por él en el pasado y al llevarle a considerar otra más común y colectiva, abiertamente opuesta a la anterior. Pero el eje activador de esa profunda conversión interior que lleva a encontrarnos ante un hombre nuevo, dispuesto a dejar todos sus antiguos valores y creencias atrás, no se sitúa, por muy evidente que nos pudiera llegar a parecer, en el plano de la lógica y la razón, sino en otro mucho más inmediato y personal, el del afecto, vinculado al mundo de los sentimientos y las emociones
Llama la atención el hecho de que, si el protagonista había efectuado algún examen racional durante la historia, este había tenido lugar en las primeras páginas de la novela, cuando el joven, todavía en el Boston de su tiempo, había apelado a la inevitabilidad del progreso para justificar los excesos e injusticias del capitalismo. Aquel discurso tan frío e impasible nada tenía ya que ver, sin embargo, con aquel vivo y encendido alegato que en sentido radicalmente opuesto iba a ofrecer también en el Boston de 1887, tras su vuelta del futuro, al final de la obra. De la lectura de este se puede deducir que todo cuanto Julian había encontrado a su regreso ahora le parecía atroz y abominable: las informaciones de la prensa, la suciedad y el olor nauseabundo de las calles, la infinidad de anuncios y almacenes, la multitud desocupada y ociosa, el materialismo imperante… todo le remite a un mundo que ya no ve como suyo. El que antaño fuera su dorado paraíso ha pasado a convertirse en un insoportable infierno. El joven ha acabado por tomar conciencia de la realidad en la que vive, muy diferente de la que creía vivir, lo que le ha llevado a comenzar a identificar las causas y motivos de los males e, incluso, a pensar en sus posibles remedios. Pero lo que realmente le ha liberado de su condición alienada anterior, lo que verdaderamente le ha aportado la necesaria dosis de lucidez para atreverse a abordar un análisis más crítico de su sociedad, lo que, en fin, le ha llevado a convertirse en otra persona, ha venido provocado por el extraordinario grado de implicación emocional que ha experimentado y que le ha permitido participar de otras perspectivas diferentes de la suya, conformar una visión más compartida y común respecto a los males sociales contemporáneos y tomar responsabilidades, hasta el punto de enfrentarse a aquella realidad y rebelarse.
Conversiones como la del protagonista de El año 2000 pueden encontrarse en no pocos textos literarios modernos relacionados de una manera u otra con el género utópico. Sin duda, uno de las más conmovedoras es la recogida en las páginas de Los viajes de Gulliver (Gulliver’s Travels) de Jonathan Swift (1726/2003), concretamente con ocasión de su estancia en el país de los Houyhnhnms, unas criaturas de aspecto muy similar a la de los caballos, pero dotadas de una capacidad de raciocinio similar a la de los humanos. Como Julian West, también Gulliver queda marcado muy rápidamente de la manera de entender la naturaleza y a todos sus semejantes por parte de estos extraños seres. Tanto es así que cuando la comunidad decide su expulsión de su territorio, la reacción del viajero no es de rencor u odio, sino todo lo contrario, de gratitud y reconocimiento hacia aquellas criaturas que, pese a no ser humanas, habían logrado inculcarle en su interior profundos sentimientos de participación afectiva hacia todos sus semejantes, independientemente de su clase o condición, y que permanecerán presentes en él hasta su muerte.
4. TÉCNICAS DE IMPLICACIÓN.
No obstante, pese a las numerosas similitudes que podamos hallar con muchas obras del género utópico, la distopía incorpora una serie de variantes que van a definir mejor su especificidad y su carácter contemporáneo. Posiblemente una de las más significativas y merecedora de ser tenida en cuenta está relacionada con las características del vínculo que las distopías buscan establecer con su público y, en general, con la sociedad. Ya hemos hablado de toda aquella densa red de resortes emocionales lanzada sobre los lectores y espectadores a fin de captar su atención y arrastrarles hacia el corazón de sus preocupaciones. Tal proceso exige, sin embargo, otros mecanismos que refuercen su eficacia, en el sentido de buscar garantizar un mayor nivel de implicación de ambas partes con respecto al objetivo de la obra. Uno de los recursos más manejados por el género, por ejemplo, consiste en la inclusión de elementos en la acción que contribuyan a intensificar el dramatismo y la tensión de la situación. En la mayor parte de los casos se trata de circunstancias aleatorias y, por tanto, imprevistas e inesperadas, que refuerzan la identificación con los protagonistas. En muchas ocasiones, esos hechos se tratan de presentar como fruto del azar o de la casualidad a fin de mostrar al público que nadie está a salvo de sufrir las mismas consecuencias. Sucesos como la elección como tributo del Distrito 12 de Katniss Everdeen, la heroína de la trilogía juvenil Los Juegos del Hambre (The Hunger Games -Suzanne Collins, 2008/2008-), los encuentros fortuitos del bombero Guy Montag con la joven Clarisse McClellan en la novela de Ray Bradbury, Fahrenheit 451 (1953/2020) o del ingeniero D-503 con la mujer I-330 en Nosotros (Zamiatin, 1924/2007) hablan bien a las claras de la presencia de este recurso narrativo en la distopía moderna.
No obstante, un elemento aún más importante y decisivo que el anterior en la articulación del relato distópico es el que denominaríamos distorsión temporal. Tal fenómeno se inscribe dentro del contexto de interacción social que define la existencia de los individuos y partiría de la idea de que la percepción del tiempo es contagiosa. Según este planteamiento, cuando, por ejemplo, entramos en conversación con otra persona intercambiamos nuestras experiencias respectivas, incluidas las percepciones ajenas de la duración, de manera que adoptamos los ritmos e incorporamos el tiempo de otras personas (Burdick, 2017/2018, p. 291). En este sentido, en la medida que nuestras distorsiones temporales compartidas pueden considerarse manifestaciones de empatía, podemos afirmar que somos tan capaces de ponernos en la piel de una persona como de encarnar su tiempo. Aun cuando ello suponga, por otro lado, que también estamos expuestos a todo tipo de manipulaciones.
El hecho de que nuestro tiempo se adapte tan bien al entorno social y emocional siempre cambiante en buena medida explica por qué el tiempo percibido por cada individuo no es exclusivamente propio, sino que está constituido por las experiencias temporales de quienes participan en el proceso de una interacción social dada.
Esta realidad, que constituye una parte indisoluble de nuestra vida cotidiana, también se ha visto proyectada sobre el terreno de la cultura. En este sentido, el género narrativo ha sido el espacio privilegiado donde se ha hecho más evidente su presencia, independientemente de la técnica formal (literaria, audiovisual, etc.) adoptada y del escenario y la época de su concepción. Sin embargo, la magnitud de su papel en el proceso de elaboración del relato distópico dice mucho tanto de la relevancia otorgada por sus autores como de la naturaleza de sus propósitos e intenciones.
Efectivamente, uno de los elementos que va a contribuir en mayor medida a la intensificación de la tensión dramática en la distopía consiste en la manipulación por parte de su autor de la percepción del tiempo del lector o el espectador. Dicha manipulación se opera a dos niveles: el primero, y más obvio, pasa por trasladar imaginariamente a su potencial público a un momento distinto a su presente. Como sabemos, la línea temporal generalmente elegida suele corresponder con el futuro, pues al tratarse de un periodo que se define en sí mismo por su condición conjetural e hipotética abre al autor un espacio infinito de posibilidades a la hora de crear las condiciones precisas del escenario social buscado. Por otra parte, no podemos olvidar que los humanos somos unos seres cuya constante obsesión por controlar y prevenir todo cuanto nos puede suceder termina llevándonos a experimentar una extraordinaria fascinación por el mañana, hasta el punto de convertirse en una experiencia sumamente gratificante (Gilbert, 2006/2017, p. 39).
La segunda esfera de distorsión temporal que generalmente está presente en muchas distopías se encuentra relacionada con el uso y manejo por parte del autor del orden y el ritmo impuestos a la sucesión y desarrollo de los acontecimientos dentro del relato. Todas las narraciones, independientemente del género de que se trate, buscan captar la atención de su público y lo van a hacer recurriendo a todo tipo de mecanismos, uno de ellos, sin duda, va a ser la intervención sobre los tiempos. Sin embargo, en el caso de las distopías se plantean otra serie de exigencias que hacen de su empleo una cuestión más capital. En ellas, la intención del autor no se limita exclusivamente a estimular la curiosidad de su potencial lector o espectador por el trascurso de la trama ni a buscar una mayor implicación de este con sus protagonistas (Fitting, 1987). En realidad, lo que realmente prima es la necesidad de establecer un vínculo lo más sólido y duradero posible entre los hechos que están teniendo lugar en la historia y el escenario social y político más amplio en el que se desarrolla todo y sobre el que el autor desea focalizar su mensaje. Porque, no olvidemos, no es la suerte final que puedan tener Winston Smith o Alex DeLarge lo que realmente inquieta, por ejemplo, a George Orwell o a Anthony Burgess cuando escriben 1984 (Orwell, 1949/2003) y La naranja mecánica (A Clockwork Orange –Burgess, 1962/2002-), sino la peligrosa deriva llevada por sus sociedades y la existencia de riesgos reales de desembocar en situaciones tan terribles como las imaginadas en sus obras.
La fijación de ese lazo resulta tan fundamental, sin ir más lejos, porque de su existencia o no depende la consideración o no de una obra como verdaderamente distópica. Si carece de él y, por tanto, los dos niveles narrativos -trama, escenario- no convergen o solo lo hacen de manera temporal o momentánea, lo normal es que la implicación del público tienda a extinguirse con el desenlace del relato. Esta tendencia, hoy en día muy generalizada en buena parte de la producción distópica contemporánea, asociada al consumo de masas, y muy especialmente en el cine, dista mucho de perseguir los objetivos de movilización y toma de conciencia de los lectores y espectadores que actualmente definen el género. No obstante, y dado que este tipo de narraciones ofrecen atmósferas cuyas imágenes apuntan a un porvenir más pesimista y oscuro, y pueden dotar, como veremos más adelante, de otras significaciones y funciones a la distopía, proponemos situar todo este conjunto de obras bajo la denominación de narraciones de temática distópica. Filmes como Elysium (Neil Blomkamp, 2013), The Purge (James DeMonaco, 2013), The Thinning (Michael Gallagher, 2016), Siete hermanas (What Happened to Monday -Tommy Wirkola, 2017-), The Titan (Lennart Ruff, 2018), constituyen solo una pequeña muestra reciente de este tipo de producciones generalmente asociadas a la industria de la diversión y el entretenimiento, cuyo valor y trascendencia ha tendido, sin embargo, a ser minusvalorado.
Ahora bien, puesto que el objetivo de la distopía consiste en conectar las vicisitudes particulares de los protagonistas con las especiales condiciones sociopolíticas que determinan ese escenario, toda la estrategia ha de pasar necesariamente por lograr que el potencial lector o espectador se vea obligado a ir más allá del interés que ha depositado sobre la suerte de los personajes. Pero para ello resulta indispensable establecer un hilo de continuidad entre el público y los protagonistas que solo es posible obtener a partir de la generación de un sentido compartido, una concepción existencial de la realidad capaz de trascender las diferencias entre unos y otros y confluir en la consideración de una única dimensión humana. Un sentimiento de empatía, en fin, que no busca limitarse a unos sujetos concretos sino extenderse a la totalidad de sus semejantes, independientemente del rol más o menos relevante desempeñado en el relato.
Sin este vínculo se hace realmente difícil calificar a una obra de distópica. Es el caso de algunos filmes, por ejemplo, como El show de Truman (The Truman Show -Peter Weir, 1998-) o la ya citada The Purge, donde, pese a la existencia de un trasfondo social regido por la injusticia y la opresión, todo el interés de la historia se acaba centrando en la suerte final de sus protagonistas. Así pues, en ellos, el desenlace feliz solo lo es para unos pocos, los que han logrado escapar y salvarse, pero se mantienen ajenos al sufrimiento del resto, condenado a seguir soportando las mismas condiciones de dominación (Fitting, 2003).
A diferencia de las lecturas de corte individualista a las que inevitablemente parecen remitirnos estas obras, la distopía ha buscado desenvolverse por una vía diametralmente opuesta que consistiría en tratar de involucrar a los individuos, no tanto desde su consideración de seres atomizados y anárquicamente libres como desde su condición de agentes conscientes partícipes de una misma realidad social. A ese respecto, y a fin de impulsar ese compromiso, los autores han tendido a servirse de diferentes estrategias narrativas que contribuyeran a centrar el foco sobre el colectivo sin restar en modo alguno el debido protagonismo a los personajes. La más usual y conocida de todas ellas ha solido consistir en la clausura del relato a través de un final aciago y fatídico, generalmente resuelto con un destino fatal para los protagonistas. Los objetivos de los autores al presentar estos trágicos desenlaces serían de diferente orden: de un lado, advertir al público sobre la verdadera magnitud y la naturaleza compleja de unos males cuya superación requiere algo más que la actitud heroica de algunos sujetos aislados. De otro, sacudirle emocionalmente e invitarle a instalarse en un plano de análisis y reflexión desde donde hacer frente a su desconcierto y desde el cual formularse dudas e interrogantes que ya no tendrían por qué necesariamente centrarse en la particular suerte de los protagonistas, sino en las condiciones políticas y sociales que habrían contribuido a convertir aquel escenario tan imaginario como similar al suyo propio en uno tan terrible e insoportable.
Dependiendo, en definitiva, del menor o mayor grado de implicación que el autor desee establecer con el lector o el espectador con respecto al relato, podemos hablar de narraciones de final predeterminado -mítico, para algunos- cuyo interés no va más allá del camino marcado por la trama y los protagonistas y, por tanto, se agota en sí mismo, y de narraciones de final abierto, en general, la mayor parte de las distopías, mucho más propensas, por su propio carácter inconcluso, a propiciar un mayor y más variado tipo de respuestas y reacciones ante los problemas o cuestiones planteados, que podrían oscilar de la resignación o indiferencia más absolutas a un máximo grado de responsabilidad y movilización activa. En estas últimas, lo que cuenta ya no es tanto el destino de los personajes como la revelación del sistema y el poder hegemónico que lo determina. En este sentido, lo que les acontezca, por ejemplo, a mujeres como Joanna Eberhart (The Stepford Wives –Ira levin, 1972-), Defred (El cuento de la criada, The Handmaid’s Tale –Margaret Atwood, 1985/2017-) o Connie Ramos (Mujer al borde del tiempo, Woman on the Edge of Time -Marge Piercy, 1976/2020-) al final de sus relatos siempre quedará en un segundo plano frente a la atrocidad de aquellos imaginarios mundos masculinos a que habrían de enfrentarse y que muy bien podrían considerarse una parábola de la violencia implícita y el sometimiento que las mujeres sufren en las sociedades actuales (Moylan, 2000, p.17).
Sin embargo, aún es posible contemplar otro resorte narrativo cuyo efecto distorsionador en la percepción temporal del público también puede resultar muy eficaz a la hora de intensificar la conexión emocional y potenciar los vínculos creados en torno a la historia. En este punto, el objetivo consistiría en imprimir en el espectador y/o al lector una mayor sensación de tensión y angustia a partir de la inserción en el relato de acontecimientos o situaciones límite que constituyen una seria amenaza en el tiempo presente de la narración y que requieren una intervención inmediata e inaplazable por parte de los protagonistas. En este escenario, el clima de ansiedad y desesperación que se genera y que se trata de contagiar al público crece y llega a ser aún mayor cuanto más reducido y limitado sea el margen temporal disponible para su resolución. Con ello no solo se logra un mayor nivel de implicación con los personajes y con la trama sino también con las preocupaciones e inquietudes a los que estos se enfrentan y que les acaba llevando a actuar con la máxima resolución y determinación. En la medida en que las situaciones extremas que los autores imaginan y sitúan en el futuro, tienen su origen en el pasado, es decir, nuestro actual presente, se traslada un cierto grado responsabilidad de los problemas a los lectores y/o espectadores de hoy, a quienes también se les urge a intervenir de manera inmediata.
Algunos ejemplos pueden resultar muy clarificadores. Es el caso del filme de Douglas Trumbull, Naves misteriosas (Silent Running, 1972). La historia, ambientada en el siglo XXI, nos muestra una Tierra donde la vida vegetal se ha extinguido completamente. Todo cuanto resta de todo ese antiguo mundo natural se encuentra conservado en tres naves espaciales que orbitan por el cosmos a la espera de regresar en el futuro y reiniciar la repoblación del planeta. Sin embargo, la situación cobra un inesperado giro cuando las autoridades ordenan que las naves destruyan su valioso cargamento y regresen a la Tierra. Ante tal disyuntiva, uno de los responsables de la misión, el botánico Freeman Lowell, decide desobedecer las órdenes y luchar para preservar aquellos últimos recursos naturales. Aunque llama la atención el grado de determinación del protagonista ante la gravedad y emergencia del problema, lo que realmente puede llegar a impactar más a los espectadores es la naturaleza y la trascendencia de las decisiones a tomar por el protagonista, las cuales, pese a enmarcarse en un escenario imaginario ajeno al suyo, se encuentran directamente conectadas con su presente. En efecto, probablemente, para los habitantes de la Tierra de aquel momento, la extinción definitiva de toda la flora no entrase entre sus principales preocupaciones, salvo para unos pocos, como Lowell, ni, por tanto, tampoco la decisión de destruir o no esas últimas especies tuviera esa consideración tan crucial y definitiva. Sin embargo, para los espectadores, el temor a ver un mundo futuro donde la vida natural ha sido erradicada del planeta va a llevarlos a contemplar ese momento como decisivo, hasta el punto, incluso, de reconsiderar su posición y responsabilidad ante ese problema en el presente.
Otro ejemplo significativo lo aporta Minority Report, la película de Steven Spielberg (2002), adaptación del relato breve del mismo título del escritor Philip K. Dick (1956/2002). En este caso, el relato se desarrolla en la ciudad de Washington el año 2054 donde se acaba de instaurar una nueva fuerza de policía, PreCrime, cuyo principal objetivo consiste terminar con la criminalidad de toda la ciudad a partir de la anticipación de los futuros delitos. El sistema funciona a partir de las visiones que tienen tres “precognitivos”, individuos mutados que cuentan con la habilidad de prever los acontecimientos, gracias a los cuales la policía puede impedir los crímenes y detener a los potenciales criminales antes de su comisión. Dados los altos niveles de seguridad obtenidos en la ciudad, el director de PreCrime, Lamar Burgess, propone que se instaure en todo el país, pero previamente debe ser inspeccionado por un representante del Departamento de Justicia. Sin embargo, el protagonista, el capitán John Anderton, jefe de policía de PreCrime, descubre que las visiones de los “precognitivos” no son siempre coincidentes y, por tanto, pueden diferir en los pronósticos de los crímenes, poniendo en entredicho la infalibilidad del sistema, y decide alertar ante el eventual riesgo de que el sistema pudiera condenar a personas inocentes y dejar libres a los verdaderos culpables. Una vez más, los espectadores nos vemos situados frente al dilema que se le presenta a Anderton, no olvidemos, uno de los máximos responsables de PreCrime, entre no intervenir y conservar su posición privilegiada en el cuerpo o bien hacerlo denunciando la vulnerabilidad del sistema. Ahora bien, la adición de un condicionante de orden temporal va a conferir a la decisión un carácter de emergencia, que puede contribuir a condicionar considerablemente nuestra visión: en efecto, la inminencia de la instauración del nuevo sistema a nivel nacional convierte la situación en crítica, pues de implementarse traería consigo el inmediato sometimiento de todos los ciudadanos del país a un operativo cuyos supuestos niveles de eficacia -la máxima seguridad- están lejos de cumplir con el estricto respeto de los derechos y libertades de los individuos. Nuevamente, el carácter desesperado y extremo de la situación planteada lleva al protagonista a comprometerse e intervenir, pero también, en cierta medida, al potencial espectador a cuestionarse sobre los límites que él y su sociedad están dispuestos a traspasar a la hora de garantizar su seguridad y, en fin, sentirse partícipe de un problema de graves repercusiones para todos.
A fin de elevar aún más el clima de tensión del relato, muchas distopías, como es el caso de este filme de Spielberg, se sirven de los recursos narrativos propios de la novela negra. Algunos de estos rasgos son compartidos, como, por ejemplo, la creación de atmosferas asfixiantes donde el miedo, la violencia y la inseguridad conviven con un clima político y social de corrupción e injusticia, o la presencia en la trama de dilemas morales que ponen de relieve recurrentemente la flaqueza y debilidad humana. Ahora bien, la inclusión de crímenes y de su indagatoria dentro de la historia responde a otro orden de motivaciones, que podrían ir desde la voluntad de conectar con un público más amplio y también más familiarizado con el género policiaco, hasta el de intensificar todavía más el ritmo de la narración a fin de captar más plenamente la atención de los lectores y/o espectadores. Tal ha sido el grado de imbricación entre ambos géneros que los límites pueden llegar a difuminarse, especialmente en aquellas obras de temática distópica donde, como ya se ha señalado, no existe una intencionalidad crítica o, si la hay, su discurso se agota con el desenlace de la trama. Alphaville (Alphaville, une étrange aventure de Lemmy Caution -Jean-Luc Godard, 1965-), Cuando el destino nos alcance (Soylent Green -Richard Fleischer, 1973-), Blade Runner (Ridley Scott, 1982), Runaway, brigada especial (Runaway -Michael Crichton, 1984-), Días extraños (Strange Days -Kathryn Bigelow, 1995-), Yo, robot (I Robot -Alex Proyas, 2004-), o, Renacimiento (Renaissance -Christian Volckman, 2006-) son solo una pequeña muestra de filmes situados en esta línea.
Un último elemento que considerar en relación con el potencial emocional de lo distópico tiene que ver con su ubicación espacial. En este caso no estamos ante un aspecto cuyo papel sea absolutamente vital e imprescindible, pues las distopías no precisan de una localización concreta para captar el interés del lector y/o espectador y trasladarle su mensaje. De hecho, muchas de las mejores obras del género se desarrollan en lugares anónimos y desconocidos, sin ir por ello en detrimento de su eficacia a la hora de auspiciar un clima de malestar y pesimismo. Es el caso, por ejemplo, de películas como Fahrenheit 451 (François Truffaut, 1966), THX 1138 (George Lucas, 1971), Brazil (Terry Gilliam, 1985), Gattaca (Andrew Nicol, 1997), The Matrix (Wachowski y Wachowski, 1999), Equilibrium (Kurt Wimmer, 2002), Elysium (Neill Blomkamp, 2013) o Rompenieves (Snowpiercer –Bong Joon-ho, 2013-). No obstante, también es posible constatar que, cuando los autores enfrentan a su público a escenarios más cercanos y familiares, el nivel de implicación que se genera puede ser de mayor intensidad e impacto. Basta con fijarnos en el Londres de obras como 1984 -en su versión más reciente, Nineteen Eighty-Four (Michael Radford, 1984)-, Hijos de los hombres (Children of Men -Alfonso Cuarón, 2006-), o High-Rise (Ben Wheatley, 2015), el Nueva York de El planeta de los simios (The Planet of Apes -Franklin Schaffner, 1968-) el París de La Jetée (Chris Marker, 1962) y Ares (Jean-Patrick Benes, 2016) o, en fin, el Madrid de la serie de TV, La valla (Daniel Écija, 2020).
Ahora bien, el recurso a un marco geográfico reconocible no garantiza necesariamente el cumplimiento de los objetivos. Tal localización debe venir acompañada de la presencia de una serie de referencias identitarias inscritas en la memoria que contribuyan a intensificar el sentimiento de pertenencia y a involucrar emocionalmente al lector/espectador (Assmann, 2005/2011). En este sentido, el efecto del impacto provocado por las imágenes que filmes como El planeta de los simios -en especial, su secuencia final- o Hijos de los hombres ofrecen de sus ciudades en el futuro no puede disociarse de los sólidos vínculos emocionales creados entre el público y aquellos espacios íntimamente asociados a una serie de sentimientos comunes, compartidos en el tiempo (Spencer, 1983).
5. LOS PUNTOS CIEGOS DE LA DISTOPÍA.
A la vista de todo lo anterior, pues, una conclusión parece quedar clara: no es posible entender el fenómeno de la distopía sin el reconocimiento del papel esencial desempeñado por el componente emocional que la acompaña. En efecto, cualquier pretensión por parte de los autores de estas oscuras y pesimistas ficciones que trate de inducir a sus espectadores y/o lectores a cuestionar o relacionarse con los códigos morales de su sociedad pasa por la consecución del máximo nivel de implicación de estos con los problemas y desafíos planteados en sus obras.
Como igualmente se ha podido comprobar, son numerosos y muy variados los tipos de mecanismos argumentales y narrativos mediante los cuales se puede llegar a estrechar los vínculos entre estos relatos y su público. Sin embargo, su recurso no siempre trae consigo los resultados esperados… ¿o sí? Es en este punto donde nos surge un interrogante a cuya resolución aún estamos muy lejos de haber llegado y que nos lleva a plantearnos: ¿es que existe un único tipo de distopía?, y que inevitablemente nos sugiere otra cuestión, la cual es: ¿hasta qué punto todas las distopías que conocemos persiguen los mismos objetivos?
La diversidad de escenarios sobre los que la distopía se ha ido extendiendo desde su aparición ha suscitado infinidad de interpretaciones en torno a la función y significado de este género. Las primeras lecturas que se realizaron, por ejemplo, tomaron como referencia su inscripción literaria, situando el foco en su condición de obras que se hacían eco del impacto que sobre el individuo y la sociedad habían supuesto las transformaciones tecnológicas y materiales registradas desde inicios del siglo XIX. La creciente popularización de estas temáticas asociadas a una cosmovisión científica llevó a cada vez más amplios sectores de la población a imaginar y especular situaciones y escenarios hasta hacía bien poco inconcebibles, pero ahora tan factibles como los avances que tan rápidamente se habían convertido en cotidianos (tren de vapor, telégrafo, etc.). Aunque, en general, la mayoría de estas obras iban alineadas a la idea de progreso y venían a discurrir por la senda del optimismo, también surgirían otras más centradas en explorar sus derivaciones más turbadoras e inquietantes. Novelas como La raza venidera (The Coming Race –E. Bulwer-Lytton, 1871/2000-), Erewhon (S. Butler, 1872/1999) o La máquina del tiempo (The Time Machine -H.G. Wells, 1895/2018-), por poner solo unos ejemplos, se inscribirían en esta línea de relatos donde el futuro no se muestra como un sinónimo de bienestar y dicha (Negley y Max Patrick, 1952).
¿Qué perseguían los autores de estas obras al presentarnos una imagen del progreso tan desasosegador? Desde luego, y a la vista de lo ya tratado antes, lo que les impulsó a escribirlas posiblemente tenía mucho más que ver con lo que estaba sucediendo en el presente que con lo que pudiera acontecer en el mañana. Su desconfianza hacia el curso que estaba llevando la civilización en el momento actual no les hacía ser demasiado optimistas cara al futuro. Sin embargo, lo que parece derivarse del análisis de algunos de estos relatos -inscritos por algunos especialistas en el terreno de la sátira utópica, en la línea de Los viajes de Gulliver (Sargent, 1994)- es la existencia de una visión crítica con respecto a las actitudes mentales y los códigos de comportamiento morales que acompañan a los hombres tanto en su calidad de individuos como en sus relaciones con sus semejantes. Desde esa perspectiva, la recreación de estos inquietantes escenarios hipotéticos -fueran futuros o no-, no buscaría tanto refutar los avances y transformaciones aportados por la modernidad como mostrar su absoluta incapacidad para liberar al hombre de sus inherentes limitaciones y defectos. Efectivamente, salvo algún caso, como, por ejemplo, el del escritor H. G. Wells, cuya larga y oscilante trayectoria literaria le llevó a plantear el papel de la ciencia desde muy diferentes ángulos a lo largo de su vida, la mayoría de los autores manifestaron una extrema desconfianza ante el advenimiento de una supuesta nueva etapa de la historia de la humanidad y la erradicación definitiva de los males (corrupción, violencia, horror) que hasta entonces habían sojuzgado su existencia.
El mensaje predominante en estas obras era el de que el hombre nunca iba a ser mejor, aun cuando se hubiera rodeado de mejores medios y soportara unas condiciones de vida menos penosas y duras que antaño y, por tanto, lo único que le quedaba era resignarse a asumir sus imperfecciones y aceptar el destino que le había tocado vivir. Una lectura, en suma, fundada sobre un discurso cargado de un claro tono conservador y antimoderno, que cuestionaba y cercenaba cualquier posible expectativa de mejoramiento humano.
Tal afirmación, no obstante, exige establecer algunos importantes matices. En efecto, resultaría cuando menos injusto calificar a la totalidad de estos autores de reaccionarios, cuando en muchos de los casos sus propuestas no se oponían tanto a los avances de la ciencia y la técnica como a su creciente sacralización por parte de la sociedad de su tiempo. Es más, a su juicio, la cada vez más generalizada tendencia a fiar exclusivamente el progreso de la humanidad a la conquista de una serie de logros materiales -por muy valiosos y eficaces que fueran estos- había ido llevando a los hombres a considerar estos instrumentos, originariamente creados para su servicio, como fines en sí mismos, con lo que ello implicaba de subordinación de todo, incluidos los propios deseos de los hombres, en aras del cumplimiento de sus objetivos.
La alienación del ser humano siempre ha constituido una de las principales preocupaciones del género distópico, pero su problemática se ha planteado desde muy diferentes perspectivas, y por supuesto, ya no asociada exclusivamente al papel de la ciencia y la tecnología, sino también a otra serie de esferas en donde el hombre, obsesionado por su eterna condición de ser frágil y vulnerable, ha tratado de encontrar una solución definitiva a sus numerosos dilemas. En este sentido, resultaría francamente difícil aproximarse a la verdadera significación de una novela como Un mundo feliz (Brave New World -Huxley, 1932/2013-) sin atender el contexto político y cultural en que Aldous Huxley se desenvolvió y en donde grupos como Science & Technology reivindicaron el papel decisivo de la ciencia y de la técnica como elementos regeneradores indispensables ante el formidable alcance de los desafíos impuestos por la situación posbélica de la Inglaterra de los años 20 (Kumar, 1987).
En fin, a medida que avanzamos en el tiempo y profundizamos en los motivos que inspiraron a los autores a especular sobre la existencia de un futuro menos feliz que el actual, más difícil resulta establecer un vínculo común entre todos ellos. De hecho, llegados a este punto, y si bien es cierto que podemos encontrar distopías inscritas en otro espacio y tiempo, podríamos aventurarnos a afirmar que el único elemento ciertamente compartido por todas las obras pertenecientes al género es el que se deriva de la ambientación del relato en un mañana sustancialmente peor al vivido en el presente.
Dada la extrema dificultad existente a la hora de establecer alguna razón de tipo concluyente sobre los fines que impulsaron el origen de la distopía, probablemente lo más conveniente sea retornar a la pregunta formulada con anterioridad y plantearse si realmente no sería más oportuno hablar de diferentes variedades de distopías y no solo de una distopía.
La propuesta puede no resultar demasiado original o nueva. De hecho, desde hace ya mucho tiempo, los estudiosos del tema ya han venido trabajando con diferentes tipologías a fin de atender a la vasta diversidad cuantitativa y cualitativa del fenómeno. Ahora bien, la mayoría de los criterios que han inspirado sus clasificaciones han tendido a centrarse en el elemento temático. Así, podemos encontrarnos con distopías políticas, tecnológicas o científicas, satíricas, de género, ecológicas, demográficas, etc., que sitúan su eje de interés en una serie específica de esferas en donde el hombre se encuentra enfrentado a una serie de desafíos y dilemas. La consideración de estos temas, sin embargo, ha ido variando con el transcurso del tiempo, ya no solo por los creadores de estas obras, sino también por los propios investigadores que las estudian y analizan, inmersos ellos mismos también en una coyuntura histórica concreta. La proliferación de distopías asociadas al riesgo de una posible superpoblación del planeta, por ejemplo, se inscribe en un momento muy específico en el que diferentes asociaciones y entidades -como la Population Action International, fundada en 1965- así como algunos investigadores -es el caso de Paul R. Ehrlich y su The Population Bomb (1968)- alertaron a la opinión pública norteamericana y mundial en torno la plausibilidad de una previsible hambruna en todo el planeta como consecuencia del crecimiento demográfico desmesurado propiciado en las últimas décadas (Domingo, 2008). Resulta a todas luces indudable que sin la influencia de ese específico trasfondo político y económico de corte neomaltusiano, difícilmente podríamos entender la aparición entonces de algunas producciones como Z.P.G. (Michael Campus, 1972), Cuando el destino nos alcance (Soylent Green –Richard Fleischer, 1973-) o La fuga de Logan (Logan’s Run –Michael Anderson, 1976-).
Un fenómeno similar también es posible de contemplar con respecto a la diversidad de perspectivas con que van a ser abordadas por los especialistas las propuestas distópicas. En el caso de obras clásicas, como las de Zamiatin, Huxley y Orwell, su estudio ha tenido lugar desde muy diferentes ángulos -desde ser consideradas como antídotos al totalitarismo en los 50 o como herramientas esenciales de crítica política y social en los 70-80- en buena medida como consecuencia del contexto histórico cambiante. Por otra parte, el mayor énfasis otorgado a algunos temas -como hoy en día sucede a las cuestiones de género o ecológicas- en detrimento de otros priorizados en el pasado revela esa conexión con la contemporaneidad de los problemas de su tiempo.
El profesor L.T. Sargent, en su categorización de términos vinculados a la utopía literaria, distingue una serie de conceptos más específicamente asociados a lo distópico. Además de introducir la acepción más genérica de a) distopía o utopía negativa, el autor incorpora dos más: b) la sátira utópica y c) la anti-utopía, ambos términos definidos por su condición crítica, en un caso respecto a la realidad contemporánea, en el otro frente a otro modelo de sociedad alternativo considerado por algunos como mejor que el existente, es decir, frente a una utopía (Sargent, 1994, p. 9).
A tenor del nivel de amplitud y diversidad experimentado por el fenómeno distópico en estas últimas décadas esta clasificación posiblemente puede resultar insuficiente o excesivamente limitada. Sin embargo, sigue constituyendo aún hoy un marco de referencia para los especialistas pues proporciona una tipología ordenada en torno a una serie de rasgos muy básicos que permite operar una primera aproximación al estudio de las distopías en un contexto tan vasto y complejo como el que ofrece el género en la actualidad.
Por tanto, a nuestro juicio, la definición de distopía ofrecida por L.T. Sargent, que parte del honesto reconocimiento de la dificultad de la tarea, es absolutamente válida y apropiada, pues dota de un significado preciso y concreto a un concepto y lo hace sin excluir otras propuestas taxonómicas, como la que a continuación sugerimos, cuyo objeto es profundizar y ampliar el sentido de su objeto. En efecto, creemos que no existe un discurso distópico único y definitivo sino muchos y muy variados, cuya naturaleza y origen se sitúan en un marco de fines y objetivos igualmente muy amplios y diferentes.
Esta propuesta, por supuesto, no ha sido la única. Otros especialistas también han sugerido definiciones y clasificaciones atendiendo a diferentes principios y criterios de referencia. Si en el caso de Sargent habían primado consideraciones de tipo formal, en el caso de otro consumado especialista en el tema, Gregory Claeys, su foco de interés preferente iba a ser el contenido, centrándose especialmente en dos aspectos considerados por el autor inherentes a la existencia misma de la distopía: de un lado, el papel decisivo desempeñado por el futuro imaginario en todas las distopías; de otro, la recurrente presencia en todas ellas de una amenaza generalmente manifestada bajo la forma de una poderosa entidad u organización colectiva cuya acción negativa provoca la rebelión individual (Claeys, 2017). Por su parte, la socióloga británica Ruth Levitas, en su libro The Concept of Utopía, propondría una conceptualización de la utopía a partir de un punto de vista funcional, esto es, desde el reconocimiento de que todo proyecto utópico presenta un objetivo, independientemente de su realización o no. A nuestro juicio, este enfoque -que la autora hace extensible al fenómeno de las distopías- permite una más adecuada aproximación a los diferentes casos, sin necesidad de proceder a valoraciones evaluativas de carácter normativo -en términos de buenas o malas utopías/distopías- que en última instancia poco aportan al estudio del fenómeno (Levitas, 2010).
En este sentido, la presentación de una sociedad considerablemente peor que la nuestra puede venir provocada por un arco muy extenso de motivos, que no necesariamente se corresponden con los que tradicionalmente tendemos a considerar ya no solo nosotros sino tampoco los propios creadores. Y prueba de ello es la pluralidad de reacciones y respuestas generadas por las distopías entre el público, en general de índole muy diversa y, en ocasiones, muy alejadas de las expectativas planteadas originariamente por sus autores en el momento de su concepción.
Podríamos hablar en este contexto, por tanto, de la existencia de puntos ciegos en la distopía. De la misma manera que no solemos ser conscientes de nuestros procesos inconscientes y, por tanto, tampoco podemos notar su influencia en nuestras decisiones, también tendemos a mostramos incapaces de reconocer el impacto de lo distópico y de todo su aparato emocional en nuestro comportamiento. Y, sin embargo, nuestra forma de enfrentar la realidad y la naturaleza de nuestras decisiones se encuentran condicionadas por el influjo de sus estímulos, muchos de los cuales pasan por debajo del radar de nuestra conciencia.
6. FUTURO, CONCIENCIA Y ARREPENTIMIENTO.
Existe unanimidad en identificar a la distopía con la descripción de sociedades con condiciones de vida sensiblemente peores a las existentes en el momento presente. Sin embargo, no parece haber el mismo acuerdo a la hora de establecer los móviles que llevaron a sus autores a imaginar aquellos inquietantes escenarios. La interpretación más amplia y generalizada partiría de considerar este concepto como la antítesis de otro, el de utopía, más positivo y optimista, cuyo eje discurría en torno al bienestar y la felicidad. Ahora bien, el sentido cobrado por el discurso utópico, especialmente a partir de su acuñación moderna por Tomás Moro en 1516 (Moro, 1516/1999), le dotó de una serie de valoraciones añadidas que iban a ir más allá de lo que podía ofrecer la mera contemplación de un lugar dichoso y feliz. El espíritu moderno que va a impregnar la época en la que comienza a ser leída Utopía remite a una consideración del tiempo donde lo antiguo ya no se considera venerable (Lipovetsky, 1987/1990) y el presente se impone como eje temporal abierto a la decisión y el deseo de los hombres. Esta afirmación de la soberanía y la autonomía humana va a manifestarse en una creciente presencia e intervención en todo cuanto rodea al individuo, trayendo también consigo un cuestionamiento y un constante juego de transgresiones con respecto a lo legado y establecido en el pasado.
A raíz de la publicación de Utopía, la recreación de escenarios sociales idílicos y armoniosos ya no inspiraría entre los contemporáneos los mismos sentimientos que antaño. Tanto sus defensores como sus detractores ya no vieron en ella únicamente una obra literaria, sino también un referente que alentaba a escudriñar y, eventualmente, cuestionar la realidad social, al considerar que la presentación de un modelo comunitario alternativo, aunque ficticio, podía alimentar las expectativas de cambio entre diferentes sectores de la sociedad. Para los unos, la utopía pasaría a ser concebida como una útil herramienta crítica y una poderosa vía hacia la emancipación; para los otros, por el contrario, se manifestaría como una seria amenaza al orden establecido que debía ser neutralizada.
Con la aparición de las primeras obras con una temática y una fisonomía específicamente distópica, la tendencia general consistió en considerar a estas como utopias in negative (Woodcock, 1956), recurriendo para su análisis a los mismos patrones y metodología aplicados a la utopía hasta entonces. Efectivamente, aunque planteados desde una perspectiva inversa, los estudios de aquellas sociedades tan terribles e indeseables también se encontrarían determinados por el impacto en ellas de nociones como crítica y cambio. Aún más si cabe si se tiene en cuenta la trascendencia otorgada en gran parte de estas obras al tiempo y, más concretamente, al futuro. En los años siguientes tal interpretación no ha variado sustancialmente: en la actualidad, existe un amplio acuerdo común entre los especialistas a la hora de contemplar el fenómeno distópico como el resultado de un ejercicio de reflexión y especulación por parte del ser humano sobre el curso de su existencia y la responsabilidad de sus acciones en el seno de un mundo compartido y contingente.
El recurso al futuro como escenario ideal donde proyectar esa serie de especulaciones en torno a la acción humana -tal y como hicieron en su momento los teóricos del estado de naturaleza- suponía convertir el mañana en un fabuloso laboratorio donde explorar y experimentar todo tipo de variables y desentrañar el verdadero sentido que ha de regir el destino del hombre. A diferencia de las construcciones abstractas de aquellos filósofos, los escenarios recreados por la distopía se sirven de elementos y situaciones reales absolutamente familiares y reconocibles por sus lectores, que, como ya se comentó anteriormente, contribuían a aumentar el grado de cercanía y lograr una mayor implicación de estos con su realidad. Sin embargo, la contrapartida era que aquellos escenarios de pesadilla tan verazmente descritos tendieron a ser percibidos erróneamente como designios y vaticinios premonitorios condenados a cumplirse.
En tanto ámbito concebido para incitar el análisis y la reflexión, la distopía no puede entenderse sin el ejercicio de esta capacidad crítica, que aparece de manera omnipresente en la mayoría de sus manifestaciones. En este punto, su vinculación con el discurso emanado de la concepción de utopía de Tomás Moro es evidente: ambos parten de la centralidad del ser humano y de su capacidad para intervenir en su mundo y adecuarlo a sus necesidades y deseos. Ahora bien, si en el caso de la utopía lo que entra en juego es la determinación de los medios que pueden conducir al hombre a obtener su realización, cuestionando la validez de todo aquello que no vaya en dicho sentido, en el de la distopía todo el foco se sitúa en las consecuencias de las acciones humanas presentes, especialmente en todo lo concerniente a lo político, económico y social, y en el arco de contradicciones que tales intervenciones generan en los hombres y en sus aspiraciones.
La localización de una buena parte de las distopías en un mañana generalmente cercano permite plantear la cuestión de la responsabilidad y remite a la noción de arrepentimiento, en este caso, anticipado. Efectivamente, cuando una de estas obras nos presenta una sociedad futura enfrentada a una serie de males y problemas cuyo origen se remonta al pasado, está interpelando a los hombres de hoy, pues son quienes a través de sus acciones (o inacciones) presentes han contribuido a auspiciar un horizonte tan descorazonador para las generaciones venideras. Ahora bien, cuando el discurso distópico cuestiona o pone en tela de juicio los fundamentos de nuestro sistema político, social y económico lo hace sobre la base de la convicción de que existen opciones mejores y más adecuadas para los fines que legítimamente persiguen los hombres. En este sentido, toda toma de conciencia tiene su origen en el arrepentimiento, una emoción que se experimenta cuando nos culpamos por resultados desafortunados que podrían haberse evitado de habernos comportado de otra forma en el pasado, es decir, cuando conocemos alternativas a nuestras elecciones (Gilbert, 2006/2017).
La noción de arrepentimiento, sin embargo, tal y como generalmente la conocemos, tiende a referirse siempre a pensamientos y acciones previas, esto es, situadas en el pasado. ¿Cómo, por tanto, puede ser inscrita en una línea temporal que se define por su inexistencia real como es el futuro? O, dicho en otras palabras, ¿podemos arrepentirnos de actos o comportamientos que nunca han tenido lugar?
En principio, la respuesta solo podría ser negativa, pero solo si lo que sometemos a escrutinio corresponde a hechos o actuaciones pasadas. En el caso de las ideas o los pensamientos, en cambio, sí es posible en la medida en que nuestro juicio de esas resoluciones venideras se deriva de la proyección al futuro de nuestras inquietudes presentes. No podemos arrepentirnos, por ejemplo, de algo que aún está por suceder, pero sí podemos hacerlo con respecto de algo que tenemos previsto hacer y que, por una serie de razones, tomamos conciencia de que puede sernos perjudicial. Probablemente tuviera pensado ir al centro de la ciudad en mi coche, pero si leo o escucho en la televisión las consecuencias de la contaminación sobre la salud, llevo a cabo un ejercicio de arrepentimiento sobre una creencia determinada -lo mejor es desplazarse en coche- que se acaba traduciendo en la consideración de otras alternativas (viajaré en transporte público o iré a pie).
Paradójicamente, nuestros pensamientos en torno al futuro -aquellos que van a determinar el curso de nuestros actos- se nutren de emociones y sentimientos igualmente futuros. Esto es, lo que más incide en la consideración de nuestras decisiones venideras no son los hechos en sí mismos sino el carácter de los sentimientos que consideramos que vamos a experimentar en ese momento. El problema es que los seres humanos no solo no somos capaces de anticipar qué nos va a suceder, sino que tampoco somos capaces de anticipar cómo nos vamos a sentir en un escenario futuro que, por otra parte, también desconocemos.
Y, sin embargo, necesitamos una guía, un marco de referencia estable dotado de cierta coherencia que oriente nuestros comportamientos ante una realidad tan insoportable como la nuestra, regida siempre por lo contingente. El más eficaz y, sin duda, el más importante de los instrumentos con el que contamos los humanos para desenvolvernos entre los crecientes retos a los que continuamente nos vemos enfrentados es la experiencia, ese conjunto de conocimientos derivados de la observación, la participación y la vivencia individual o colectiva que acumulamos con nosotros.
La experiencia humana se encuentra absolutamente vertebrada por rasgos y componentes emocionales, que determinan el beneficio o perjuicio de nuestras decisiones futuras, dependiendo de la sensación desagradable o placentera percibida en acciones o comportamientos similares en el pasado por uno mismo u otros miembros de la comunidad. Probablemente nos gustaría decirle algunas cosas a nuestro jefe, pero solo de pensarlo nos imaginamos las previsibles consecuencias que ello podría acarrear y tendremos cuidado en no hacerlo. Nuestra prevención o nuestra renuncia a ello es muy posible que no obedezca a ninguna razón objetiva, sino a la proyección en el futuro de un sentimiento de malestar obtenido de nuestra experiencia presente -sufriré represalias y podría perder mi empleo-. La incidencia de las emociones en la determinación de nuestras decisiones futuras es tan importante que relativiza el componente racional de las mismas, hasta incluso en aquellas que parecen dictarse por criterios lógicos y objetivos.
El hecho de que nuestros pensamientos en torno al futuro se nutran de emociones y sentimientos pasados y presentes no siempre nos lleva, sin embargo, a modelar nuestras impresiones de lo venidero de la manera más precisa y adecuada. En realidad, solo sabemos cómo nos sentiríamos en el futuro si esos acontecimientos tuvieran lugar en nuestro aquí y ahora. Pero no tenemos ninguna certeza de que cuando estos vayan a producirse sean percibidos por nosotros como ahora. No somos conscientes de que nuestras visiones del mañana cambiarán y las emociones y los sentimientos que los acompañan también.
Por lo general, no solemos tomar conciencia de ese profundo desfase existente entre nuestras expectativas emocionales sobre el futuro y nuestros comportamientos posteriores reales. Y no solemos hacerlo, en buena medida, porque vivimos cotidianamente con ello y nos adaptamos de manera automática a los hechos que se nos plantean. Tras una agotadora semana de trabajo, nos sentimos tan cansados que creeremos que lo estaremos todo el fin de semana. Luego descubriremos que no es así, que, al final, tenemos energías y ganas de salir y realizar otro tipo de actividades, pero raramente nos cuestionaremos ese cambio.
El sentido de arrepentimiento que tiende a alimentar el discurso distópico se tiende a inscribir en nociones y planteamientos insertos en el presente cuya proyección en el futuro se prevé como turbadora y preocupante. Pero si desconocemos absolutamente si esos hechos proyectados al mañana van o no a consumarse, ¿por qué razón tendríamos que arrepentirnos?
En realidad, si atendemos a la raíz etimológica griega del término arrepentimiento (metanoeo), este vendría a significar cambio de mente, cambio de perspectiva respecto al pasado, y haría referencia, por tanto, a una especie de proceso interior de evaluación llevado a cabo por un individuo respecto a su comportamiento anterior que ahora pasa a ser cuestionado. En el caso de su traslación al fenómeno distópico, su razón de ser se situaría en la voluntad del autor de promover un cuestionamiento de las conductas y actuaciones contemporáneas a partir de realidades y hechos no consumados realmente, sino solo formulados de manera hipotética, pero cuya mera imaginación nos desagrada e intranquiliza aún hoy.
Como vemos, sea cual sea el ángulo desde el que se mire, el estudio de la distopía siempre acaba conduciéndonos al presente. Ya fuera en cualquiera de sus diferentes propuestas y manifestaciones, el género distópico siempre se ha distinguido por su interés en llamar la atención sobre los problemas y dilemas de su tiempo. Ahora bien, convendría detenerse sobre el objeto de tal interés. Pues no necesariamente los humanos buscamos una resolución o un desenlace satisfactorio a los conflictos o males que de continuo nos asaltan. De hecho, la infinita y compleja diversidad de escollos y dificultades que han acompañado a la humanidad desde sus orígenes ha contribuido al desarrollo de un escenario evolutivo cuya pauta predominante ha sido la constante capacidad de adaptación de sus miembros.
La mayoría de las grandes preocupaciones que los seres humanos tenemos se definen por su universalidad y, sobre todo, su inevitabilidad. Cuestiones como lo efímero de nuestra existencia, la condición caprichosa e incontrolable del medio natural en que vivimos, o el carácter, en ocasiones, agotador y penoso de nuestra vida en sociedad han situado y sitúan aún al hombre en un escenario que en infinidad de momentos se ha resignado a aceptar. En general, este sentimiento de impotencia o fragilidad convive con otros más optimistas y positivos que contribuyen a contrarrestar la deriva pesimista que le persigue a la hora de aportar una solución definitiva a esos dilemas inmemoriales.
Existen momentos, sin embargo, donde la sociedad puede experimentar un estado de disforia, esto es, un sentimiento prolongado de malestar, irritabilidad y tensión donde toda la atención se concentra sobre los aspectos negativos de la realidad -generalmente de manera exacerbada- en detrimento de los positivos. Estaríamos en el territorio propicio para la distopía.
El discurso distópico, a nuestro juicio, no puede disociarse de ese conflicto eterno que enfrenta al ser humano con el mundo que le rodea y que le lleva permanentemente a intervenir, ya sea para transformar esa realidad que la ha tocado vivir, ya sea para asumir sus limitaciones sin por ello renunciar a su protagonismo. De ahí la necesidad de considerar otros criterios de clasificación que, como el sugerido, contribuyan a profundizar en el conocimiento del fenómeno y permitan apreciar mejor la diversidad de respuestas que su mensaje proyecta entre sus potenciales receptores.
7. EL PAPEL PROTAGONISTA DEL PÚBLICO.
En 2003, el profesor de literatura Kenneth M. Roemer publicó Utopian Audiences, un libro donde se recogía un estudio de campo realizado a partir de las impresiones obtenidas de 733 individuos procedentes de diferentes estratos socioprofesionales y con muy variadas orientaciones políticas, económicas y religiosas, tras la lectura de El año 2000 de E. Bellamy. Con ello, Roemer buscaba calibrar el impacto de un discurso utópico en una audiencia dada, y de alguna manera aproximarse a los efectos que su recepción pudo haber provocado en el pasado. Pese a lo limitado de los resultados finales, lo cierto es que esta imaginativa y original propuesta trataba de llenar un vacío muy difícil de cubrir habida cuenta de la escasa existencia de testimonios contemporáneos de los lectores. Hasta entonces, y aun ahora, las únicas fuentes que permitían una cierta valoración de la acogida de estas obras procedían y proceden, o bien de las reseñas y comentarios realizados en los medios escritos de su tiempo, o bien de los datos cuantitativos derivados de las tiradas y número de ediciones de esos títulos.
En lo que respecta a la distopía, la ausencia de estudios en torno a la recepción de sus obras es aún mayor. En este sentido, la abundancia de análisis e interpretaciones sobre la significación de su discurso y su inscripción histórica en el contexto de los diferentes estadios sociopolíticos contrasta profundamente con el mínimo interés que entre los estudiosos del tema parece despertar la acogida en la sociedad de sus propuestas. Pero todo ello resulta aún más chocante cuando advertimos que el fenómeno objeto de estudio es rabiosamente contemporáneo y se encuentra inscrito de manera omnipresente en nuestra vida cotidiana.
El crecimiento experimentado por la producción distópica en todos los sectores del mundo de la cultura y el entretenimiento, efectivamente, ha acrecentado su interés en el medio académico, por no hablar del creciente eco recogido por estas obras entre los medios de comunicación. Podemos hablar, pues, sin ambages de un fenómeno absolutamente actual y vivo. Sin embargo, ¿por qué, pese a este considerable auge, todos los focos continúan priorizando la interpretación y análisis de su mensaje sin apenas detenerse en los verdaderos responsables de dicho auge, sus destinatarios?
Como ya se ha comentado, la mayoría de los estudios realizados en torno a la distopía han tendido a centrarse muy específicamente en el contenido temático de estas obras y en la relación de los problemas planteados en ellas con los realmente existentes en el momento en que aquellas fueron concebidas. En muchos de ellos también se ha tratado de indagar sobre las motivaciones de sus autores a la hora de imaginar esos escenarios tan sumamente desesperanzadores, así como sobre su clarividencia a la hora de diagnosticar los males de su tiempo, o el nivel de compromiso de estos con sus semejantes. Aunque desde cualquiera de las disciplinas que se contemple, el valor de todos estos trabajos resulta absolutamente incuestionable, su relevancia aún sería mayor de considerar otra serie de aspectos que, a nuestro juicio, actualmente no están siendo lo suficientemente estimados.
Espectador, lector, audiencia, público son solo algunos de los términos que designan genéricamente a los receptores de un mensaje dado que, en el caso del que nos ocupamos, la distopía, ofrece unos rasgos muy particulares. Como hemos tenido ocasión de plantear más arriba, el discurso distópico se sustenta sobre componentes emocionales cuyo principal referente es el miedo. En efecto, es este el verdadero mecanismo responsable de que se activen y se desencadenen toda una serie de conductas y comportamientos tanto físicos como mentales, cuyo nivel de diversidad e intensidad es variable en función de los individuos.
Desde una perspectiva biológica el miedo es un esquema adaptativo, un mecanismo de supervivencia y de defensa al servicio del ser humano para responder a situaciones adversas. Ahora bien, como ya se ha comentado antes, ni todos lo manifestamos ante las mismas amenazas ni tampoco todos desplegamos el mismo tipo de respuestas ante un peligro considerado común. El hecho, por otra parte, de formar parte de una realidad tan compleja como contingente nos hace susceptibles de soportar una amplia diversidad de riesgos de manera simultánea, por lo que nos vemos obligados naturalmente a priorizar unas amenazas sobre otras. En este sentido, nuestro máximo motivo de temor siempre será la muerte, pero la afluencia de otra serie de dificultades percibidas como más próximas e inmediatas nos llevan cotidianamente a relegarlo, al igual que otros muchos no menos esenciales pero percibidos como lejanos. Ello, por supuesto, no siempre ha sido así: en el pasado, sin ir más lejos, el sentido básico de supervivencia inspiraba la totalidad de las acciones y comportamientos de los hombres. Solo ha sido en los últimos tiempos cuando nuestra sensibilidad ante lo que considerábamos perjudicial y dañino se ha ido modificando.
Probablemente esta diversificación de los móviles que conducen al miedo haya contribuido a su relativización. Los motivos que, por ejemplo, actualmente más inciden en el estado de inquietud y ansiedad de los habitantes de lo que podríamos llamar primer mundo tienen más que ver con problemas o contrariedades de muy segundo orden que los verdaderamente cruciales que sí son considerados -y muy seriamente- en otros rincones del mundo.
No obstante, independientemente de las razones que provoquen nuestro temor, lo cierto es que tampoco el tipo de reacción que manifestamos ante una amenaza es uniforme. Son muchos los factores que inciden en esa diversidad de respuestas, pero generalmente son de carácter social, cultural o psicológico. Ahora bien, pese a la diversidad de respuestas que se pueden suscitar ante la presentación de un escenario hostil, creemos que es posible establecer dos tipos de actitudes genéricas dominantes: la intervención y la inacción.
Mediante la intervención, el individuo contrapone un tipo de acción activa que busca eludir la amenaza, aunque no necesariamente termine de manera definitiva con ella. El hecho de que tal acción se lleve a cabo implica un reconocimiento implícito por parte del individuo que la ejerce de su capacidad para enfrentarse a situaciones emergentes y problemas complejos (Emirbacher y Mische, 1998). Por el contrario, la ausencia de respuesta activa alguna ante una circunstancia de peligro dada invita a considerar la existencia de un sentimiento de incapacidad e impotencia por parte de quien lo sufre y tiende a reaccionar a partir de la inhibición o la parálisis.
El miedo es una emoción consustancial a todos los seres vivos cuyo origen se sitúa en la misma finitud de su existencia. Su manifestación activa todos los mecanismos y defensas, que en el caso de los humanos pasa también por el recurso a su capacidad racional. A través de ella, el hombre puede articular todo tipo de respuestas que le permiten, entre otras cosas, afrontar cuantos posibles males le puedan alcanzar, y, además, desarrollar un poderoso sistema inmunológico cuyo objeto es minimizar el impacto provocado por ese permanente sentimiento de vulnerabilidad que, en el contexto de un mundo tan hostil, debe soportar durante toda su vida.
Cuando las experiencias que los seres humanos vivimos no se corresponden con lo deseado o, directamente, nos resultan desagradables, nuestra primera reacción es buscar una alternativa. Sin embargo, cuando no tenemos opción, es decir, cuando no nos resulta posible cambiar de experiencia, nuestro sistema inmunológico nos lleva a buscar formas de cambiar nuestra visión de esta (Gilbert, 2006/2017). Esto supone, en definitiva, reconocer que los hombres solo aprendemos a enfrentarnos a un orden de cosas que nos supera cuando nos apropiamos de él, esto es, lo hacemos inevitable e ineludiblemente nuestro.
Los mecanismos de supervivencia y defensa que activa el miedo frente a las amenazas, por tanto, no solo se traducen en un arco de reacciones determinadas e inmediatas (acción/inacción), sino que también se encuentran en el origen de otros procesos de orden psicológico que nos llevan a asumir la vulnerabilidad de nuestra posición a cambio de moldearla y hacerla menos desagradable ante nosotros. A partir de esa simultánea tarea de apropiación y naturalización de sus miedos, los individuos construyen relatos, explicaciones racionales de los males que les rodean y recuperan su protagonismo y su capacidad de agencia.
Resulta sumamente gratificante experimentar la sensación de que podemos gestionar nuestros recurrentes miedos, pero nuestra obsesión por el control nos lleva a también a tratar de prever nuestros potenciales males futuros. Y, claro está, no siempre resulta posible, porque, en la mayor parte de los casos, los desconocemos. Como resultado de ello, lo normal es que nuestro malestar vuelva a aflorar, aunque en esta ocasión bajo la forma de ansiedad, otra respuesta de anticipación involuntaria del organismo ante ciertos estímulos que percibimos como amenazadores y nos provocan una reacción de tensión.
La ansiedad es un estado emocional absolutamente natural y muy necesario a la hora de facilitar a los individuos el manejo de determinadas situaciones. Pero cuando los estímulos o las condiciones ambientales alcanzan un nivel de duración e intensidad más allá de un cierto límite, acaba derivando hacia un malestar de tipo patológico, el trastorno de ansiedad, muchos de cuyos síntomas -abatimiento, confusión, indiferencia, percepción de amenaza- se asemejan a los propios de un cuadro de disforia.
A la hora de explicar el actual auge del fenómeno distópico en el mundo ningún análisis debería ignorar el papel tan importante que la dimensión emocional juega en la generación de su discurso. Como ya antes se ha afirmado, la principal fuente de alimentación de la distopía es el miedo, pero el factor que más ha contribuido a convertirla en un signo de referencia de los tiempos que corren es el clima de ansiedad estructural dominante en nuestras sociedades, auténtico campo de cultivo donde se hacen patentes.
En los últimos años diferentes estudios han mostrado un alza creciente de las tasas de ansiedad en el mundo con respecto a décadas precedentes (Borkovec y Roemer, 1995; Twenge, 2000; Goodwin, Weinberger, Kim, Wu y Galeaf, 2020). Y a la vista de lo que señalan estos informes, en el sentido de una creciente incidencia entre la población más joven, todo parece indicar una futura tendencia al alza. Entre los distintos factores que explican este incremento, los expertos sitúan el eje en dos: el temor fruto del incumplimiento de las expectativas y la desconexión social. Bien podríamos decir, por tanto, que no nos mostramos inquietos por el mundo moderno en sí mismo, sino más bien por lo que este parece depararnos en el futuro y nos hace sentirnos más vulnerables y solos.
Generalmente ha tendido a asociarse el auge de la ansiedad con la emergencia de escenarios de crisis social y económica cada vez más recurrentes. Sin embargo, no parece que siempre sea así: los periodos de bonanza generan mayores expectativas de oportunidades y tienden a incrementar la presión sobre los individuos, incluso posiblemente más que en fases de recesión. En cambio, la reducción de los lazos sociales y el deterioro del sentimiento general de pertenencia sí cuentan como factores determinantes en el alza de esta tendencia.
Paradójicamente, el clima de ansiedad que se respira de manera cada vez más creciente en nuestras sociedades contribuye a agudizar más si cabe nuestro aislamiento y nuestro individualismo. Alimenta nuestras convicciones internas en detrimento de las visiones del mundo que poseen los demás, sobre los que, en muchas ocasiones, nos sentimos superiores, dando lugar a ese fanatismo de lo peor del que hablaba Cioran, y que nos lleva a desear que lo peor llegue para demostrar nuestras negras previsiones (Cioran, 1952/1990).
Inscrita en un escenario tan complejo, el estudio de la distopía tampoco se encuentra ajeno a este orden de contradicciones. La tarea de establecer unos principios de clasificación que definan sus funciones y principios no resulta fácil ante la diversidad de manifestaciones y propuestas planteadas y la existencia de muy diferentes perspectivas de análisis ante el fenómeno. Nuestra aproximación parte de esa realidad sin en absoluto cuestionar todo cuanto se ha avanzado en este terreno hasta ahora, pero sí aspira a proponer otra visión alternativa ¿oblicua? que contribuya a alimentar el debate y, por qué no, alentar la realización de nuevos estudios que permitan en el futuro ofrecer un panorama más amplio si cabe del fenómeno.
Como se podría prever, el principio central que vertebra nuestra tipología es el miedo. En torno a esta emoción giran la mayoría de los actos y pensamientos que moldean nuestras vidas y configuran la realidad en la que nos movemos. El miedo precisa y define el arco completo de nuestras necesidades. Es él quien nos impulsa a intervenir en todo momento, obligándonos a establecer prioridades o tomar decisiones. Y también quien se encuentra en el origen de los lazos sociales, en torno a los cuales la humanidad ha cimentado su existencia hasta hoy.
La distopía se ha configurado como un eficaz instrumento a través del cual el hombre contemporáneo ha establecido una particular serie de relaciones con sus miedos y fantasmas más profundos. La modernidad de su propuesta no puede sustraerse del papel central que el ser humano ha venido adquiriendo en el curso de los últimos siglos y que en última instancia le ha llevado a presentarse cada vez más como el principal responsable de su destino. Su creciente obsesión por ver culminada esa aspiración ha llevado a este a imponerse unos retos más ambiciosos y soportar una carga cada vez más pesada e imposible de sobrellevar, con el resultado final de una sociedad progresivamente más abatida por la ansiedad y el pesimismo.
En la medida en que el criterio primordial que determina el valor de los hombres de hoy se encuentra relacionado con su capacidad y su nivel de eficacia para lograr su realización o su felicidad, todos los focos acaban situándose en las expectativas de realización de ese objetivo. Los individuos dejan, pues, de ser reconocidos por lo que han llegado a ser y pasan a ser reconocidos por lo que se espera de ellos en el futuro. Como en el caso de los mercados de futuros que hoy imperan en el mundo financiero, la suerte de los individuos o de las sociedades se encuentra proyectada en un tiempo permanentemente diferido, que alimenta más la desesperación que el optimismo.
La ausencia de sentido que impregna nuestro tiempo presente tiñe de negro nuestras expectativas y nos invita a imaginar escenarios futuros tan negativos como el que nos ofrece el hoy. Así pues, aunque sea el miedo quien incida en nuestras actitudes, lo cierto es que es la ansiedad la que confiere a las distopías la especificidad de su naturaleza.
8. UNA PROPUESTA DE CLASIFICACIÓN.
Como ya se ha comentado anteriormente, nuestras respuestas ante el miedo y la ansiedad son muy variables. Algunas nos invitan a que actuemos y nos enfrentemos a nuestras potenciales amenazas. Otras, en cambio, operan sobre nosotros para proporcionarnos otras fórmulas alternativas que de manera indirecta también nos permiten liberarnos de nuestros problemas. Cualquiera que sea el caso, todas ellas se inscriben dentro de un contexto muy concreto, el actual, coexistiendo y confluyendo simultáneamente en un espacio muy rico y diverso aún por descubrir.
A partir de esa diversidad de propuestas, nuestro proyecto de clasificación sugiere el establecimiento de cuatro posibles categorías de acuerdo con la particular función que la distopía desempeña en cada una de ellas: así pues, hablamos de distopías críticas, distopías míticas, distopías gratificantes y distopías compensatorias.
Conviene indicar que, a nuestro juicio, quien confiere a una distopía su valor e intencionalidad es obviamente su autor. Ahora bien, una vez esta pasa a ser compartida y hacerse pública comienza a adquirir plena autonomía, abriéndose un infinito abanico de posibilidades en su interpretación, que pueden propiciar la aparición de otras funciones, muy diferentes a las que inicialmente fueron contempladas por su creador (Fish, 1976). En este sentido, creemos que la escasa atención prestada hasta ahora al contexto, pluralidad y convergencia de significados, en beneficio del relato aportado por las visiones e interpretaciones explicativas centradas en la perspectiva del autor, ha contribuido en ocasiones más a empobrecer que a poner de relieve la riqueza y vasta complejidad del fenómeno distópico.
A la hora de llevar a cabo esta particular clasificación, absolutamente provisional y abierta a todo tipo de revisiones y enmiendas, se ha tratado de tener en cuenta ámbitos que generalmente no han solido estar presentes en el estudio de las distopías, como es el caso de la psicología y la neurociencia, pero cuya consideración resulta esencial cara a una mayor comprensión del fenómeno.
8.1. Distopías críticas.
Si aceptamos que las distopías se distinguen de cualquier otro tipo de relato por el hecho de describir sociedades sensiblemente peores que las vividas por el autor y el público al que este se dirige, deberíamos preguntarnos cual es sentido de esta decisión, es decir, ¿qué persigue su creador enfrentándonos a una realidad más desgraciada que la nuestra? Tanto si nuestro mundo nos resulta un verdadero infierno como si, por el contrario, nos sentimos moderadamente satisfechos con nuestra sociedad, no parece que exista una razón a todas luces clara y evidente que explique la emergencia de estos escenarios tan desesperanzadores. Si ni siquiera cuando conocemos por los medios de comunicación las pésimas condiciones de vida de nuestros semejantes en otros rincones del mundo nos sentimos concernidos con su suerte, ¿por qué íbamos a estarlo con una realidad que además es imaginaria?
Y, sin embargo, las distopías ejercen una poderosa influencia sobre nosotros. Una vez nos hemos expuesto a ellas, experimentamos unos sentimientos de incomodidad y desagrado muy diferentes de los que apreciamos en otro tipo de obras, por muy calamitosas y trágicas que estas sean. En este punto cabría preguntarse sobre qué resortes y mecanismos psicológicos actúa el discurso distópico para que nos comportemos de una manera diferente hasta el punto de sacarnos de nuestra habitual indiferencia.
Hay quien ha situado el foco, no sin razón, en la capacidad de los autores para establecer estrechos paralelismos entre el escenario contemporáneo y el imaginario que favorecen la familiaridad del público con los personajes: lugares conocidos, problemas y conflictos semejantes, aspiraciones y objetivos afines… Todo ello, sin duda, contribuye enormemente a soldar los vínculos de identificación entre audiencia y obra, pero, a nuestro juicio, no explica el nivel de implicación que la distopía genera entre sus espectadores/lectores y que, en la mayor parte de las ocasiones, se prolonga más allá de la finalización de la obra.
A partir de su formulación por Darko Suvin en 1972 el extrañamiento cognitivo ha venido siendo considerado por la mayoría de los estudiosos en el tema como uno de los mecanismos mediante el cual la distopía permite extraer al público de su escenario habitual y cotidiano y situarle ante una realidad alternativa y diferente desde donde contemplar con una mirada más libre de condicionamientos y prejuicios muchos de los retos y dilemas a los que se ve sometida su existencia (Suvin, 1972). Este recurso narrativo, cuyo origen se encuentra en la literatura de Ciencia Ficción, efectivamente juega un papel esencial en la gran mayoría de distopías, muy especialmente en aquellas donde la dimensión temporal futura no está presente, y, por tanto, los debates o conflictos que se tratan de suscitar se encuentran proyectados en otras tierras o mundos lejanos[1]. Ahora bien, su consideración como eficaz antídoto ante el estado de alienación imperante en nuestras sociedades no debe conducirnos a pensar que es el único mecanismo mediante el cual la distopía puede hacernos tomar conciencia de nuestra realidad y de nuestras posibilidades de intervención en ella.
Desde nuestro particular punto de vista, si la distopía resulta tan sumamente eficaz a la hora de excitar nuestros sentimientos e implicarnos emocionalmente, es porque su recurso al tiempo futuro permite auspiciar un escenario desconocido e incierto extraordinariamente adecuado para actuar de espejo de nuestras propias ansiedades. En este sentido, la intrusión del mañana en el relato distópico contribuye a poblar de fantasmas e inseguridades propias nuestra experiencia inmersiva en la ficción y convierte ese mundo imaginario en un espacio con un destino compartido. Cuando estas obras nos introducen en su trama con frases como “en un futuro no muy lejano” o “en un futuro próximo”, se nos invita a contrastar ese hipotético mañana con la percepción presente que tenemos de ese momento futuro y de las expectativas que tenemos depositadas en él.
Lo verdaderamente traumático de la distopía no reside, pues, tanto en el hecho de que el futuro representado resulte peor que el nuestro como en que ponga de relieve la inconsistencia y fragilidad de los fundamentos sobre las que se sustenta nuestro porvenir.
Una buena parte de los autores de narrativa distópica se han servido de los resortes propios del género para situar al público delante de una realidad que no se corresponde con la generalmente asumida e invitarle a sacar sus propias conclusiones libre y reflexivamente. En este sentido, la brusca irrupción en nuestras conciencias de la posibilidad de un futuro peor al que habíamos imaginado contribuye a hacernos sentir más curiosos y a querer saber más sobre cuanto nos rodea e incluso a cuestionarnos sobre la verdadera adecuación de las situaciones o ámbitos de nuestra vida con los objetivos de felicidad y desarrollo que como seres humanos todos deseamos.
Para una gran mayoría de los estudiosos la crítica constituye la función distópica por antonomasia. Desde su perspectiva, no existiría ningún otro posible móvil que explicara el fenómeno. En este punto, el único criterio que apuntaría a la existencia de diferencias y, por tanto, daría lugar a la aparición de distintas tipologías, sería el relacionado con el potencial destino de las críticas. Sin embargo, también aquí hay quienes prefieren recurrir al empleo de dos términos específicos, distopía (crítica de una sociedad contemporánea) y antiutopía (crítica de una utopía o proyecto utópico), para remarcar esa diferencia[2].
A la hora de concebir sus distopías, los autores recurren a su imaginación para presentar un escenario ficticio absolutamente reconocible por el público, gracias a la inserción de rasgos y elementos plenamente representativos de su propio mundo. Como ya se ha señalado, precisamente este hecho explica la suma facilidad y rapidez con la que los lectores/espectadores se introducen en el relato, porque, pese a la distancia temporal establecida, existen múltiples nexos de continuidad entre un universo y otro. A partir de ahí, tampoco va a resultar excesivamente difícil que la audiencia vea como verosímil el curso seguido por los hombres en ese mañana. Con todo, no deja de ser paradójico que asumamos como muy factibles acontecimientos como el calentamiento climático o el agotamiento de los combustibles fósiles, en sí mismos auténticas catástrofes para la Humanidad, pero, sin embargo, no los incluyamos dentro de la idea de futuro en torno a la cual hacemos girar nuestras vidas.
El impacto provocado en el público ante la confluencia de dos realidades futuras tan distantes -una terrible, la imaginada por el autor, y otra, más difusa, aunque reconocible, intuida por el propio lector/espectador- generalmente es muy considerable, pues el individuo se va a ver trasladado a un plano donde es obligado a confrontar su marco de expectativas -íntimas, privativas, personales- con el mañana más concreto sugerido por la obra, donde se hacen muy visibles y presentes aquellos males y problemas reales que su perspectiva futura no contemplaba. En este sentido, la reacción emocional resultante a ese cuestionamiento de las convicciones personales generalmente va a soler desembocar en la búsqueda por parte de la audiencia de las razones responsables de ese escenario futuro indeseado.
La estructura narrativa de la distopía descansa sobre la presentación de un mundo peor que el contemporáneo. Pero, como ya sabemos, no es esa sociedad imaginada la que constituye el centro de atención de la obra, sino los factores que contribuyeron a su aparición y que habrían tenido lugar en su pasado, o lo que es lo mismo, en algún momento de nuestro presente. Es a este periodo que nosotros denominamos futuro anterior adonde el discurso distópico trata de conducir al lector/espectador e inscribirle en los dilemas y problemas que gravan la sociedad de su tiempo.
El proceso de cuestionamiento que, respecto a nuestra realidad, nos invita a realizar la distopía crítica no busca detenerse tanto en aquellas amenazas que ya constituyen hoy para la práctica mayoría un serio objeto de preocupación -el caso de las ya referidas, por ejemplo, a la sostenibilidad del planeta- como en otros escenarios de riesgo que se encuentran fuera del centro de la opinión pública pero cuyas potenciales repercusiones pueden afectar muy negativamente la vida de los individuos. Es más, si algo ha distinguido a las distopías desde su aparición, ha sido precisamente el hecho de situar en todo momento su foco de atención sobre aquellos efectos y consecuencias no deseadas surgidas como resultado de las grandes transformaciones materiales que han tenido lugar en las sociedades modernas. El vertiginoso desarrollo tecnológico, la extensión de la globalización capitalista, la deriva materialista, la sobreexplotación de los recursos terrestres o el surgimiento de la sociedad de masas constituyen solo algunos de los fenómenos que comenzaron a cobrar mayores visos de inquietud y perturbación entre la población a partir del debate suscitado por la aparición de algunas de estas distopías. En este sentido, puede hablarse de un antes y un después en la perspectiva otorgada a estas cuestiones y en la que, indudablemente, tiene que mucho que ver la popularización de sus riesgos por parte de las distopías.
Este discurso crítico, sin embargo, no solo busca apuntar a los graves problemas que ha de afrontar la Humanidad, sino también determinar la responsabilidad de los factores que inciden en ellos, la cual no siempre resulta tan evidente. Solo un adecuado diagnóstico del mal pasa por la jerarquización de sus causas y la priorización de las soluciones. En este punto, resulta pertinente recuperar la afirmación de Antón Chejov en 1888, en el sentido de que “más importante que resolver un problema es saber identificarlo y plantearlo de manera correcta” (Chejov, 1888/2005).
La crítica distópica, por último, no solo persigue apelar a la conciencia de los individuos ante los riesgos que se les plantean. También aspira a cuestionar las premisas utópicas sobre las que se sustentan los sistemas políticos y sociales contemporáneos y rigen nuestras acciones y comportamientos. A partir de esas dudas bien podríamos volver a formularnos interrogantes como: ¿estamos seguros de que el curso del progreso humano es infinito?, ¿podemos afirmar a ciencia cierta que la sociedad en que vivimos está inspirada en el mérito?, ¿existe realmente una mano invisible que rige la economía y los mercados?
Aunque, en general, se ha tendido a relacionar el discurso crítico de la utopía con la literatura, especialmente a partir de la obra de Orwell o Huxley, también contamos con excelentes ejemplos en otros ámbitos, como, por ejemplo, el cine. En este sentido, nos quedamos con la poderosa obra del director británico Peter Watkins (nacido en 1935), uno de los precursores del género del falso documental, cuyas películas, de marcado acento político y transgresor, constituyen auténticas distopías donde se ponen en tela de juicio los sistemas hegemónicos de ideas y las derivas totalitarias inscritas en las sociedades contemporáneas. Filmes como The War Game (1965), Gladiatorerna (1969), Punishment Park (1971), Fällan (1975) y, sobre todo, Privilege (1966) definen esta orientación crítica tan característica de esta función distópica.
Para terminar este apartado, quisiéramos señalar las diferencias existentes entre la noción de distopía crítica presentada aquí y la propuesta con la misma denominación por Tom Moylan en su libro Scraps of the Untainted Sky (2000), con notable acogida entre los investigadores sobre el tema. Para este profesor, las distopías críticas serían aquel conjunto de obras distópicas que no se limitarían exclusivamente a cuestionar el presente, sino, yendo más allá, sugerirían y explorarían nuevas vías y posibilidades para su futura superación. Se trataría, en suma, de aproximaciones que fundan su optimismo y su esperanza en la capacidad de los individuos para rebelarse frente al clima de resignación dominante y reivindicar su papel agencial ante los retos que la realidad le impone. Una vez más, volvemos a servirnos del cine para presentar algunas muestras ciertamente significativas de esta línea: Into the Forest (Patricia Rozema, 2015) o Pleasantville (Gary Ross, 1998), en este sentido, se ajustarían plenamente a este planteamiento.
Reconociendo la pertinencia de la propuesta de Moylan, consideramos que sería más apropiado recoger este conjunto de obras dentro de la calificación de distopías heurísticas, en la medida en que sus narrativas atesoran un poderoso potencial imaginativo puesto al servicio de la búsqueda de medios y de vías cara a la resolución a los problemas (Rumpala, 2010).
8.2. Distopías míticas.
La función crítica ha tendido a monopolizar el sentido del discurso distópico hasta el punto de llegar a considerar casi como inviable la asignación de otro posible significado. Para muchos estudiosos del tema, incluso, constituye el rasgo más distintivo del género. A su juicio, de hecho, una obra difícilmente podría calificarse de distópica si no apunta si quiera mínimamente al cuestionamiento del orden o el sistema existente.
En principio, la simple descripción de un mundo manifiestamente peor que el nuestro no siempre tiene por qué llegar a implicarnos emocionalmente. Pero si en gran parte de las ocasiones lo hace es porque dentro de su relato se contienen una serie de elementos que ponen en contacto aquella realidad ficticia con la nuestra. Ya hemos sugerido páginas atrás la importancia del factor de temporalidad futura, así como el de su inserción en un escenario sociohistórico próximo y familiar al público, como aspectos claves a la hora de contribuir a capturar nuestra atención y revolver nuestros sentimientos hasta llevarnos a la tesitura incluso de cambiar nuestra mirada. Ahora bien, la adopción de una nueva perspectiva ante los problemas, o el reconocimiento explícito de su gravedad, hasta entonces ignorada, no tiene por qué traducirse necesariamente en una solución que suponga la erradicación de esos males. De hecho, como se ha puesto de manifiesto a lo largo de su historia, el ser humano ha recurrido a diversas fórmulas alternativas mediante las cuales afrontar las constantes dificultades que se le han planteado y que no siempre eran posibles de dominar.
Pensemos, por ejemplo, en las grandes catástrofes naturales que la Humanidad se vio obligada a combatir desde sus orígenes, aunque sin el éxito deseado. En efecto, el hombre había aprendido a cazar, recolectar, domesticar animales e incluso a cultivar el suelo, pero la naturaleza siempre se le aparecía como algo absolutamente impredecible. En este sentido, los terremotos, los incendios, las tormentas, las inundaciones, las plagas, las epidemias, los tsunamis o las erupciones volcánicas no tardaron mucho en recordarle cuán difícil iba a resultar su objetivo de convertirse en el dueño del mundo.
Más allá de la severidad y las inclemencias de ese entorno tan salvaje e ingobernable, lo que realmente acució a aquellos hombres fue la búsqueda de respuestas que trataran de explicar esa realidad tan sumamente arbitraria y caprichosa. Asumida su impotencia frente a aquellas fuerzas de la naturaleza, el hombre desplazó su combate a otros frentes desde los cuales reafirmar su voluntad de control. El más relevante de todos, sin lugar a duda, tuvo lugar en el ámbito de lo imaginario, a partir de la construcción del mito (Grandjean, Rendu, MacNamee y Scherer, 2008).
En la medida que los mitos son historias que narran para informar sobre nosotros mismos y sobre el mundo, su valor no reside en su contenido objetivo sino en la experiencia subjetiva que codifican. Y es que no solo tratan de dar respuestas a cuestiones esenciales como por qué, por quién o para qué los hombres han sido creados, también son esenciales a la hora de crear un espacio de significado a partir del cual los individuos pueden deducir patrones de funcionamiento y actuar en consecuencia. Nuestros lejanos antepasados, por ejemplo, se sirvieron de la creación de los dioses para dotar de sentido aquel caos en el que se encontraban permanentemente envueltos y del que no podían escapar. Aunque, a primera vista, tal decisión parecía suponer un reconocimiento tácito de la inferioridad e impotencia humana ante el poder de unas supuestas entidades trascendentes y omnipotentes, presentadas como auténticas dominadoras de todo lo existente, lo cierto es que el recurso a su mito sirvió a los hombres para recuperar la sensación de control. ¿Y de qué manera? Al situar los desastres naturales como resultado del castigo divino ante determinadas malas acciones cometidas por los humanos, se abría una vía para la intervención y la toma de decisiones por parte de estos que abría la posibilidad de revertir esa situación en el futuro y, mediante el establecimiento de determinadas normas -de obligado cumplimiento para toda aquella sociedad-, granjearse el apoyo de los dioses y evitar nuevas catástrofes (Rudhardt, 1981; Fischer, 2003; Grandjean et al., 2008).
Los mitos, pues, se configuran como relatos que describen una serie de acontecimientos y hechos a partir de los cuales los hombres pueden explicar aspectos de su existencia individual o compartida que hasta entonces les resultaban incomprensibles o carentes de significación. Pero, como vemos, son algo más que eso: son también constitutivos de horizontes de sentido, en la medida en que contribuyen a generar un marco explicativo en torno al cual se van a establecer y desarrollar todo tipo de acciones e interacciones en una comunidad dada, siendo también responsables de la conformación de las identidades colectivas (Assmann, 2005/2011).
Pero, en esencia, el mito, como recuerda Barthes, no deja de ser un molde o contenedor donde se encerraría un contenido dado al que se desea dotar de una significación o un sentido (Barthes, 1957/2012). Puede funcionar como base fundante de una sociedad determinada y formar parte de su ideología, tal y como ha venido sucediendo a lo largo de la Historia. Sin embargo, también es expresiva de una forma de interpretar la realidad que todos los seres humanos poseemos y que, en buena medida, nos permite obtener un frágil equilibrio entre nuestra permanente obsesión por el control y nuestras evidentes limitaciones naturales.
El estado general de ansiedad y angustia reinante en las sociedades contemporáneas es tremendamente propicio para la extensión y desarrollo del pensamiento mítico. Posiblemente, esta afirmación puede resultar chocante en un mundo como el actual en el que la razón, la ciencia y el progreso parecen haber traído a la Humanidad las mayores tasas de prosperidad, conocimiento y paz de toda su historia (Pinker, 2018/2018). Pero, como ha puesto bien de manifiesto la filosofía posmoderna, al cuestionar esta imagen, el horizonte de actuación en que se encuentra inscrito el ser humano corresponde a una nueva realidad histórico-social, marcada por los efectos de la globalización y de lo que algunos autores han denominado capitalismo tardío, y que vendría definida por la fragmentación y la indiferenciación de los grandes marcos políticos, económicos, sociales y culturales (Bauman, 2000/2017; Jameson, 2005/2009). Ese progresivo desdibujamiento de las referencias en torno a las cuales las sociedades y los individuos han cimentado su vida y sus creencias ha contribuido a situar todos los focos sobre el sujeto, convertido en última instancia en el responsable exclusivo de su felicidad y su existencia.
Dentro de ese escenario, la libertad aparece como el principal motor y atributo de la acción humana, la vía a través de la cual el hombre puede realizar sus aspiraciones y deseos mediante la elección de lo que considera más adecuado para sus intereses. Ahora bien, paradójicamente, cuanto mayor es el margen de autonomía para que el individuo tome decisiones y, por tanto, disfrute de un arco más amplio de opciones, mayor es el grado de presión que experimenta interiormente el individuo a la hora de tomar dicha decisión. Ello es debido a que la elección no solo posee un valor instrumental, sino también cuenta con un valor expresivo: sirve para definirnos, afirmarnos y, en consecuencia, exponernos al escrutinio colectivo (Schwartz, 2004/2005).
Probablemente estos conflictos internos carezcan del alcance y gravedad de los serios problemas que asolan nuestro mundo y que en ocasiones nos hacen dudar de nuestra futura continuidad en el planeta, pero su latente impacto se encuentra en la base del estado de creciente malestar visible muy especialmente en la mayoría de la población occidental. Pese a los niveles de progreso y desarrollo alcanzados, existe una cada vez mayor desconfianza hacia el futuro cuyo origen primario no se encuentra en la realidad de los datos objetivos, sino en consideraciones subjetivas asociadas a la conciencia de impotencia e incapacidad en la que se encuentran inmersos hoy en día los individuos.
Como respuesta a esta actual sensación de desamparo, los hombres no han dejado de recurrir al pensamiento mítico, pues como muy bien ya señaló en su momento el novelista y filósofo inglés Olaf Stapledon (1886-1950), “la imaginación controlada puede llegar a ser un valiente ejercicio para las mentes perplejas y desconcertadas de hoy”(Stapledon, 1930/2003, p. 26).Es en este punto donde cabe situar el papel esencial desempeñado por las distopías. Los terribles escenarios y situaciones que nos ofrecen nos hacen partícipes de un clima de inquietud y desasosiego muy próximo y cercano al que experimentamos en nuestro mundo real, pero en la medida en que no dejan de ser espacios irreales y ficticios nos permiten mantener en todo momento una sensación de control que en el presente jamás tendremos la oportunidad de disfrutar. Efectivamente, en este contexto, el ejercicio libre de nuestras decisiones -concretadas en una mayor o menor aceptación del marco sugerido, o, también, en su abierto rechazo- nunca se ve penalizado por el error, pues, pese a nuestra implicación, su inscripción en el terreno de lo imaginario siempre deja la puerta abierta a una escapatoria.
Cuanto mayor sensación de realismo experimentamos en esta inmersión en lo ilusorio mayor es el nivel de gratificación que obtenemos. Prueba de ello es la adopción por parte de la cultura en las últimas décadas de nuevos medios para difundir sus narrativas –proceso que algunos han definido como remediación, aunque, en la práctica, no deja de ser una remodelación de las formas de los medios anteriores-, una de cuyas principales estrategias, conocida como inmediatez transparente, es precisamente hacer que el lector/espectador deje de prestar atención al medio en el que se le presenta la historia y acabe cediendo a la ilusión de que a lo que está asistiendo es inmediato y directo (Grusin, Jay y Grusin, 1999).
Si el sentido de la intencionalidad del componente crítico de las distopías ha tendido a situarse generalmente en el campo de los autores, en el caso de su interpretación mítica el valor y relevancia adquiridos deben ser preferentemente atribuidos al público. Somos nosotros en tanto espectadores y/o lectores quienes buscamos identificarnos e implicarnos con una realidad de la que deseamos formar parte como una manera de reafirmar nuestra existencia y al tiempo compartir nuestras inquietudes. En este sentido, los males y conflictos que describen los relatos distópicos contribuyen a invocar nuestros miedos a fin de darles salida y asumir su existencia. Poco importa si las causas que han conducido a esas desgracias ficticias coinciden o no de manera precisa con las que se encuentran en el origen de nuestros problemas; ya nos encargamos nosotros de establecer esa conexión y hacer confluir posteriormente ambas realidades en una sola. Es así, mediante este proceso de reapropiación y asunción de nuestros miedos, como los mitos contenidos en estas historias contribuyen a exorcizar y conjurar nuestros fantasmas, reflexionando y expresando simbólicamente todo cuanto nos sacude y atemoriza en tanto individuos e integrantes de una sociedad.
La distopía mítica concebida en tanto asidero existencial solo puede alcanzar toda su plena significación a partir del reconocimiento del papel activo que su potencial agente receptor, el público, juega en todo el proceso, sin el cual ninguna comprensión del fenómeno sería completa. No obstante, en la medida en que la audiencia ha constituido también el objeto de un lucrativo y rentable mercado, especialmente desde el último siglo, se ha creado en torno a ella una poderosa industria centrada en la generación masiva de productos cuyo objeto va a ser la estimulación/satisfacción de esas inquietudes.
Uno de los principales medios a partir del cual se han vehiculado nuestros exorcismos modernos ha sido el cine, aunque más tarde le ha acompañado en esa tarea la televisión. A través de sus diferentes pantallas, la distopía ha ofrecido infinidad de escenarios y situaciones donde el individuo o la sociedad se han visto enfrentados a sus peores pesadillas. La inmediatez y realismo del cine y la televisión han logrado siempre captar muy eficazmente a los espectadores y provocar en ellos todo tipo de emociones. El impacto y fuerza de sus imágenes ha permitido aproximar al público a conflictos y problemas que, lejos de ser imaginarios y ficticios, formaban parte de su realidad inmediata. Sin embargo, la expresión tan traumática de esos males -y de sus principales agentes responsables (por ejemplo, el sistema capitalista)- generalmente no se ha traducido en un cuestionamiento por parte de los espectadores de ese mundo, pese a que aquellos filmes les inviten a identificarse con una serie de principios y valores que no necesariamente se esforzarán luego en reivindicar en su vida cotidiana (Mirrlees, 2015).
Una buena muestra de distopía mítica nos la ofrece la producción norteamericana El día de mañana (The Day After Tomorrow -Roland Emmerich, 2004-). Su realista descripción de las terribles consecuencias del cambio climático en el planeta permite situar a los espectadores ante un escenario trágico que aún no ha tenido lugar, pero que bien podría producirse si no se interviene a tiempo. En este sentido, pues, se diría que el objetivo del filme parece ser el ser alertarnos y hacernos tomar conciencia de la amenaza. Sin embargo, su recepción por el público bien podría responder a otro tipo de necesidades. Sin ir más lejos, podría ser interpretado, al igual que los grandes relatos míticos de la Antigüedad basados en el desencadenamiento de grandes cataclismos naturales -el más conocido, el diluvio universal-, como un castigo de la naturaleza por la soberbia y extrema ambición de los hombres, o, por qué no, como un acto de justicia redentor ante los males e injusticias de nuestro mundo. La crudeza de su relato podría llevar a los espectadores a tomar conciencia de su fragilidad y vulnerabilidad, pero también provocarles un sentimiento de alivio, al tratarse tan solo de una ficción. Tampoco sería improbable que la historia acabara trasladando a la audiencia un sentimiento de resignación y conformismo, en principio contradictorio con la idea de partida, al contribuir a minimizar los problemas y conflictos cotidianos, considerados insignificantes frente a la verdadera trascendencia de los desafíos impuestos por la amenaza medioambiental.
Uno de los sectores, en fin, donde mayor acogida ha alcanzado el género distópico en el curso de los últimos años ha sido el representado por el público juvenil y adolescente. De todos es conocido el extraordinario éxito cosechado por sagas literarias como El dador (The Giver -Lois Lowry, 1993/2009, 2000/2009, 2004/2010, 2012/2013-), Los Juegos del Hambre (The Hunger Games -Collins, 2008/2008, 2009/2009, 2010/2010, 2020/2020-) Divergente (Divergent -Roth, 2011/2011, 2012/2012, 2013/2014-), o El corredor del laberinto (The Maze Runner -Dashner, 2009/2013, 2010/2013, 2011/2014, 2012/2014, 2016/2016, 2020/2021-), cuyas adaptaciones cinematográficas también contaron con una gran repercusión. Todas ellas transcurren en territorios y escenarios desoladores donde sus jóvenes protagonistas muestran su rebeldía frente a sistemas y organizaciones fundadas sobre un alto nivel de conformidad y generalmente propensas hacia lo vacío y lo arbitrario. Resulta evidente, en todos estos textos, el interés de sus autores por comprometer a su joven público en los grandes problemas que afectan actualmente al mundo, haciéndoles igualmente conscientes del valor de la libertad personal, la innovación, la autorrealización y la autoexpresión a la hora de hacer frente a los mismos. Sin embargo, a nuestro juicio, el énfasis que la mayoría de las obras de ficción adolescente suelen otorgar a la cuestión de la producción de subjetividades también permite interpretar el sentido de estos relatos en el marco de una perspectiva mítica de la distopía.
Efectivamente, en la medida en que el eje central de la ficción adolescente discurre en torno a la formación de la subjetividad y, más concretamente, a la identidad propia y su desarrollo, es decir, a cuestiones personales relacionadas con el crecimiento individual y el establecimiento de relaciones interfamiliares e interpersonales, su papel podría aproximarse en algunos aspectos al desempeñado por los ritos de iniciación o de paso, esas actividades o conjuntos de acciones colectivas, pensadas o realizadas con los demás, cuyo objetivo es simbolizar y marcar la transición de una etapa -en este caso, la niñez- a otra -adulta-, pero sobre todo dar respuesta a momentos de suma vulnerabilidad vital, contribuyendo a aportar sentido a los momentos de crisis. En este punto, el consumo masivo de distopías juveniles, pese a la descripción de horizontes desesperanzadores, bien podría ser contemplado como una experiencia colectiva donde los jóvenes asumen y comparten sus fantasmas e inseguridades sobre su realidad individual y la incertidumbre de su futuro en un mundo hostil e incierto (Hintz y Ostry, 2003; Bradford, Mallan, Stephens y McCallum, 2008).
8.3. Distopías gratificadoras.
La obsesión que por el control experimentamos de manera constante los seres humanos, nos lleva a comportarnos, como bien señala Gilbert, en máquinas de predicción constante. Ese afán por prever, como ya tuvimos ocasión de comprobar, nos permite prepararnos ante los futuros acontecimientos, aunque la única referencia con la que contamos es la experiencia del pasado y las vivencias del presente, así como los efectos de su impacto emocional sobre nosotros. Así, por ejemplo, la posibilidad de una inminente crisis económica inmediatamente nos alerta de una amenaza porque nos remite a las ya padecidas y a sus graves repercusiones (Gilbert, 2006/2017).
Sin embargo, diferentes autores aluden a la existencia de dos diferentes maneras de prever el futuro. La primera de ellas, quizás la más general y frecuente, es el pronóstico (forecasting), que se basa en la obtención de predicciones a partir del examen y estimación previas de las tendencias registradas en el pasado y las condiciones recogidas en el presente. Por su parte, la prospección inversa (backcasting), parte de una perspectiva radicalmente diferente, pues se basa en el trazado previo de un horizonte futuro ideal al que se desea llegar y la posterior identificación de estrategias y situaciones concretas en el presente orientadas a la realización de ese objetivo futuro.
Aunque, en ambos sistemas, la información con la que contamos sería la misma -los datos del pasado y del presente-, nuestros sentimientos ante el futuro varían considerablemente. Cuando pronosticamos proyectamos hacia el futuro los sentimientos que ya hemos tenido con anterioridad en escenarios similares, en tanto que si llevamos a cabo una mirada prospectiva definimos los tipos de sentimientos que deseamos tener en ese mañana y a partir de ahí procedemos al ajuste y a la actuación sobre los factores o circunstancias que pueden interferir en el tiempo en la consecución de ese objetivo (Ebert, Gilbert, Wilson, 2009).
En general, la perspectiva desde la que se plantea el discurso distópico se funda sobre el pronóstico. Al fin y al cabo, no deja de ser la forma más frecuente y natural con la que todos nos relacionamos con el futuro. Ahora bien, en el caso de la distopía, el hecho de que se nos presenten escenarios y situaciones con el objeto de alimentar en nosotros un sentimiento de inquietud y desasosiego ante nuestro porvenir revela una clara intencionalidad por parte de sus autores de intranquilizar e incomodar a su potencial público a partir de la manipulación de sus sentimientos en el seno del clima emocional presente. Así pues, si aceptamos la existencia de una actitud deliberada, podríamos considerar que la obra distópica misma viene proyectada desde una perspectiva prospectiva, con el punto de mira puesto en un objetivo preciso -la alteración del curso regular de los acontecimientos- y el establecimiento de unos pasos intermedios orientados a su realización -la determinación de cambios de actitud en los individuos respecto a su realidad-.
Esta lectura, que evidentemente vendría asociada a la distopía crítica, tiene su contrapunto en otra posible perspectiva, de nuevo planteada en el ámbito de la audiencia, con resultados claramente divergentes. En este caso, la presentación de un panorama futuro desolador probablemente no se traduzca en el lector/espectador en un estado de mayor ansiedad o desasosiego del experimentado habitualmente, sino que, por el contrario, sea causante de un efecto gratificador, derivado de su capacidad para ofrecernos imágenes más precisas y definidas de los escenarios futuros y reforzar nuestro sentimiento de control. En efecto, como ya sabemos, la principal fuente del miedo humano es la inseguridad y la incertidumbre. Las distopías, pese a su mirada profundamente pesimista, pueblan nuestro imaginario de realidades alternativas que infunden de un contenido concreto ese futuro abstracto y desconocido que somos incapaces de controlar. El hecho mismo de que la mayoría de estas obras suelan remitir a un futuro cercano contribuye a hacer aún más placentero ese sentimiento, pues permite convertir los posibles males en realidades más palpables y previsibles.
Un caso significativo de distopía gratificadora lo puede proporcionar la miniserie de televisión británica Years and Years creada por Russell T. Davies (2019). La historia se desarrolla en un futuro tan inmediato como 2019, el mismo año de su realización, y en buena medida es ahí donde reside la fuerza de su impacto. En sus diferentes capítulos se abordan toda una serie de cuestiones como la amenaza del populismo, el colapso económico, la pérdida de derechos individuales, el cambio climático, el riesgo nuclear, la excesiva dependencia tecnológica o los dilemas del transhumanismo, absolutamente presentes en el debate público actual, pero ahora visualizados desde una imaginaria cotidianidad. Ese extremo realismo de sus imágenes ha llevado a muchos observadores a incidir en la potente carga crítica y admonitoria de la obra. Sin embargo, tal y como podemos también encontrar en la serie también británica Black Mirror (Charlie Brooker, 2011-2019), sus reacciones no necesariamente han de traducirse entre el público en un mayor sentimiento de desasosiego e inquietud ante el futuro, sino, por el contrario, pueden traer consigo, una vez superado el shock de la sorpresa inicial, un efecto placentero y reconfortante entre los espectadores, aliviados ante la revelación de una realidad y unos hechos ignorados y ocultos, cuyo desconocimiento hasta ese momento había generado en ellos un profundo sentimiento de ansiedad y desconsuelo.
8.4. Distopías compensadoras.
Ante la ausencia de un consenso a la hora de definir y categorizar el fenómeno utópico, y de la extrema diversidad de propuestas planteadas que lejos de favorecer su mayor conocimiento contribuían más bien a la confusión, Ruth Levitas, como vimos, iba a sugerir una alternativa con el objeto de proceder a un ejercicio de clarificación al respecto. Y lo haría situando el foco en el plano del proceso de cambio social, es decir, en el estudio de las diferentes líneas de incidencia de la utopía en la sociedad, pues, a su juicio, la recepción y significación de lo utópico dependía de las específicas condiciones de cada realidad colectiva.
Dentro de este contexto, Levitas distinguió tres posibles direcciones que la función utópica, cuyo eje situaba en la educación del deseo, podría tomar: crítica, cambio social y compensación. De entre todas ellas, nos interesa particularmente esta última, que conectaba con la concepción de Ideología establecida por Karl Mannheim o con la consideración de las malas y abstractas utopías descritas por Ernst Bloch, pues su objeto se desmarcaba radicalmente de la concepción dinámica y transformadora generalmente asociada al fenómeno utópico. Ya no se trataba tanto de excitar o alentar el deseo humano en el seno de una sociedad dada como de buscar su coaptación y su refrenamiento (Levitas, 2010).
Como ya se comentó antes, la aproximación llevada a cabo por Levitas en torno al fenómeno utópico resulta, a nuestro juicio, plenamente extensible al ámbito de la distopía. También es posible encontrar en ella una inequívoca vocación compensadora, orientada no tanto a generar malestar o alentar nuestro cuestionamiento de la realidad como a invitarnos a la pasividad o la resignación. De hecho, en algunas de sus obras la descripción detallada que se ofrece de los horrores futuros funciona como un mecanismo activador del miedo con efectos inmediatos en nuestro cálculo de expectativas. En efecto, la amenaza de un mañana dominado por la creciente presencia de conflictos y problemas puede retrotraernos al presente pero ya no desde la consideración de este como espacio de intervención sino como lugar de refugio a cuidar y preservar.
En la medida que la distopía debe buena parte de su eficacia a su capacidad para generar y transmitirnos ansiedad y miedo, el ejercicio de esa función compensadora cabe ser inscrita en el marco de una voluntad orientada a la exclusión de cualquier tipo de intervención o cambio en una realidad presente dada, confluyendo, en este sentido, con la posición de Levitas con respecto a la utopía.
A través de las imágenes de un futuro tan incierto como desesperanzador, la distopía compensadora busca disuadir a su público de cualquier empresa o acción que ponga en peligro lo ya conseguido, invitando a disfrutar y contentarse con el momento presente, a fin de cuentas, el mejor de los mundos posibles, como sostenía el filósofo francés Paul Ricoeur, parafraseando al filósofo alemán Gottfried Leibniz (Ricoeur, 1996/2006).
Generalmente, este tipo de distopías han sido calificadas de antiutopías, pues las terribles descripciones de las sociedades que las obras de esta categoría realizaban solían ser presentadas como la desoladora concreción futura de las aspiraciones y proyectos utópicos de reforma y transformación social o, en otras palabras, la conversión del sueño en pesadilla.
Si bien una gran parte de estas distopías compensadoras remiten a una actitud deliberada por parte de sus autores o de determinados sectores de la opinión pública en un escenario social e histórico concreto -por ejemplo, tras el final de la Segunda Guerra Mundial y el inicio de la Guerra Fría-, también debemos considerar la existencia de otras obras o producciones cuyos efectos sobre el lector/espectador pueden acabar alentando igualmente a la resignación y al conformismo, sin mediar ningún tipo de intencionalidad expresa por parte de sus creadores. Una vez más, pues, resulta necesario insistir en la autonomía del relato y en el amplio abanico de potenciales reacciones al mismo entre sus receptores, cuestión que, como ya se ha planteado, obliga a una extrema contextualización del fenómeno en todos sus ámbitos -histórico, social, cultural, económico, etcétera-.
Dos de los ámbitos donde la función compensadora tradicionalmente ha contado y cuenta con mayor incidencia son el político y el tecnológico. En el caso del primero, contamos con infinidad de propuestas, tanto en el terreno de la literatura como en el cinematográfico. Un excelente ejemplo en el que confluyen ambos espacios es Metrópolis (1927), la clásica película de Fritz Lang basada en la novela del mismo nombre escrita dos años antes por Thea von Harbou (1925/2013), por aquel entonces esposa del realizador vienés. Ambas creaciones se sirven de un escenario futuro para poner de relieve los excesos del capitalismo tecnocrático y explotador, pero también formular una severa denuncia del marxismo y sus consecuencias mostrada en la obra a partir de la revuelta de los trabajadores de la ciudad. El indudable poso tradicional y conservador del mensaje que impregna la historia es revelador de un discurso conformista, también perceptible en libros como La naranja mecánica (Burgess, 1962/2002) y Fahrenheit 451 (Bradbury, 1953/2020) y en filmes como Equilibrium (Kurt Wimmer, 2002) o Rollerball (Norman Jewison, 1975), por poner solo unos pocos ejemplos.
En lo concerniente a la distopía tecnológica, el número de referencias es aún mayor. Probablemente, una de las obras más representativas del género sea La máquina se detiene (The Machine Stops), escrita en 1909 por el escritor británico Edward Morgan Forster (1909/2016), cuya reacción contra el emergente mundo tecnológico representado por esa sociedad futura regida por una máquina le lleva a presentar su análisis en términos binarios de dominación/oposición. Aunque, con el transcurso de los años, la distopía fue enriqueciendo su análisis, situando al moderno aparato del Estado y al capitalismo como principales responsables del sufrimiento y alienación humanos, el mensaje predominante que ha calado en buena parte de la audiencia continúa incidiendo en la amenaza del desarrollo tecnológico (Martorell, 2019; Urraco y Martínez Mesa, 2019). En esa línea cabe situar producciones televisivas como WestWorld (J. Nolan y L. Joy, 2016-2020), Dimensión 404 (W. Campos, D. Dolly, D. Johnson y D. Welch, 2017) o la ya citada Black Mirror (Brooker, 2011-2019).
9. A MODO DE CONCLUSIÓN.
En una secuencia de la sugerente distopía Buğday, en la que el realizador turco Semih Kaplanoğlu (2017) nos sitúa en un mundo amenazado por el cambio climático donde las cosechas agrícolas se ven gravemente afectadas por una crisis genética, uno de los protagonistas, el profesor Cemin Akman, explica a su compañero el impacto real de estas transformaciones en el ser humano:
Cada vez que nos metemos con la naturaleza, cada vez que intentamos modificarla, nosotros realmente corrompemos un poco de nosotros mismos. Fallamos en darnos cuenta de que siempre que modificamos la genética de una semilla, también modificamos algo en el ser humano.
Y más tarde, añadirá:
Lo que quiera que exista en el universo está presente en el hombre, profesor. Todo el universo es humano. Una partícula humana. Todo, esté vivo o no, se esfuerza por ser humano (Buğday -Kaplanoğlu, 2017-).
Estas afirmaciones podrían servir a modo de símil a la hora de concluir esta propuesta de aproximación al fenómeno distópico planteada en estas páginas. A nuestro juicio, las distopías se han constituido en un género cuyo expansión y crecimiento ha superado todas las expectativas. Difícilmente sus primeros inspiradores podrían haberse imaginado el considerable desarrollo alcanzado. Es probable que tampoco lo hubieran deseado. Al fin y al cabo, ello hubiera supuesto para muchos de ellos admitir que los motivos que habían provocado la creación de sus obras aún estaban presentes en ese futuro sobre el que tanto nos habían tratado de alertar.
Pero la distopía no solo se ha extendido, también se ha transformado. Inspirada por ese primordial sentimiento de miedo que de manera constante ha planeado sobre el conjunto de acciones y comportamientos humanos, ha ido adoptando diferentes formas y atendiendo diversos intereses y aspiraciones. No podemos, por tanto, estudiarla y analizarla como un objeto pasivo e inerte, entre otras razones porque su existencia está absolutamente ligada a la de los hombres. Y, como todos sabemos, esta nunca ha dejado ni dejará de evolucionar.
Si bien es cierto que los estudios en torno a la distopía han ido enriqueciendo sus contenidos y ofreciendo visiones mucho más valiosas y complejas, integrando en su campo un cada vez más amplio número de perspectivas y disciplinas, creemos necesario -en la línea que Levitas sugeriría para el ámbito de la utopía- otorgar un mayor énfasis y protagonismo a la audiencia, que en calidad de receptor de esos mensajes moldea y otorga nuevos sentidos al discurso distópico.
Con la propuesta metodológica aquí presentada hemos tratado de abrir un debate en torno a esta cuestión que en absoluto es irrelevante, pues en buena medida permite contemplar el panorama distópico desde dimensiones inéditas. Nuestra clasificación no deja de ser sumamente provisional, condicionada a ulteriores investigaciones que permitan mejorar la visión de conjunto, y limitada, dado que su carencia de exclusividad no impide que muchas obras puedan responder a más de una categoría. Por otra parte, esta tipología también plantea nuevos retos y exigencias especialmente en lo referido a la tarea de valoración y contextualización de las diferentes distopías, con lo que ello implica de necesidad de desarrollo de estudios diacrónicos centrados en la evolución histórica de su recepción, más allá del momento histórico en que fueron concebidas.
Resta aún un considerable y arduo trabajo por realizar. Pero todos estos esfuerzos requeridos, no lo olvidemos, responden a la constatación de una realidad que no podemos ignorar: la de que la distopía -como también la utopía- es un organismo vivo en continuo proceso de evolución y cambio, tanto como las partículas humanas que lo conforman e integran.
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[1]Este sería el caso, por ejemplo, de las novelas pertenecientes al llamado Ciclo de Hainish, escritas por la autora norteamericana Úrsula K. Le Guin (1929-2018), aun cuando estas también acaben situadas en un futuro remoto. Este ciclo está conformado por ocho novelas -entre las que se cuentan El mundo de Rocannon (Rocannon’s World, 1966/2013), Planeta de Exilio (Planet of Exile, 1966/2008), La mano izquierda de la oscuridad (The Left Hand of Darkness, 1969/2020), Los desposeídos (The Dispossessed: an ambiguous utopía, 1974/2020) o El nombre del mundo es Bosque (The Word for World Is Forest, 1976/2021)- y trece relatos breves, recopilados en tres libros: Las doce moradas del viento (The Wind’s Twelve Quarters, 1975/2004), Un pescador del mar interior (A Fisherman of the Inland Sea, 1994/1996) y El cumpleaños del mundo y otros relatos (The Birthday of the World and Other Stories, 2002/2004).
[2]En este punto cabe consignar algunas excepciones. Kumar, por ejemplo, emplea el término antiutopía como sinónimo de distopía, en el sentido de describirla como la antítesis de la utopía (Kumar, 1987). Por su parte, Corin Braga se sirve del concepto de antiutopía para categorizar aquellas sociedades idealizadas negativamente que se presentan de manera fantástica, imposible y absurda (Braga, 2018).
Este artículo ha sido realizado en el marco del proyecto PGC2018-093778-B-I00 del Plan Estatal de Investigación Científica y Técnica e Innovación del Gobierno de España (AEI-MICINN).